Opinión

Suenan las alarmas: la desaceleración se acelera

Existía expectación por presenciar la intervención de Nadia Calviño en un hotel madrileño. Corría el 10 de septiembre y la flamante ministra de Economía del Gobierno Sánchez, avalada por un

  • La ministra Nadia Calviño

Existía expectación por presenciar la intervención de Nadia Calviño en un hotel madrileño. Corría el 10 de septiembre y la flamante ministra de Economía del Gobierno Sánchez, avalada por un currículum de alta funcionaria en Bruselas ensalzado por la prensa amiga hasta más allá del decoro, debutaba como oradora en un momento particularmente interesante, con las campanas de la desaceleración iniciando su aún tímida, siempre lúgubre, canción, de modo que entre empresarios e inversores se había desatado un notable interés por escucharla. Dijo Nadia que se estaba produciendo una “paulatina desaceleración de la economía” y que era necesario cambiar la política económica para abordar desequilibrios tan importantes como “el desorbitado aumento de la deuda pública y el alto déficit público estructural”, así como “el inaceptable incremento de la desigualdad y la pobreza”, el mantra podemita que el sanchismo repite como los avemarías de un rosario. El discurso de la ministra, que sin duda se sabe la asignatura, parecía, no obstante, tan coherente, que los allí reunidos esperaban, como conclusión acorde con la lógica argumental del mismo, el anuncio de medidas contracíclicas destinadas a paliar los efectos de esa desaceleración. Y entonces llegó el jarro de agua fría: “No solo no propugno una bajada de impuestos, sino todo lo contrario”, anunció la señora. Vamos a ser más pobres, vamos a ingresar menos dinero en casa, y deberíamos ahorrar, pero yo propongo gastar más. Empresarios e inversores no podían disimular un gesto de estupor.

Desde entonces, la huida de capitales se ha acentuado, muchas decisiones de inversión se han aplazado hasta más ver, y el dinero se está poniendo a cubierto, porque el recuerdo del desastre Zapatero está aún muy fresco. La pregunta que semanas atrás dominaba todas las conversaciones, relativa a si el deterioro de la coyuntura económica, previsto tanto por analistas como por organismos internacionales, se agudizaría hasta concretarse a corto-medio plazo en la entrada de España en una fase de crecimiento bajo, con serios riesgos de terminar en el estancamiento, parece estar contestándose en el peor de los sentidos posibles. Todo apunta a que el avión de la economía española ha capotado para iniciar un descenso más rápido del previsto. La desaceleración se acelera, hasta el punto de que el crecimiento del PIB, estimado para este 2018 en torno al 2,6%, podría quedar reducido en 2019 al 1,5% según expertos privados consultados, con serios riesgos de apuntar al estancamiento en 2020. “Este año será sólo un poco peor, pero si sigue el ectoplasma o gana las elecciones, la situación podría llegar a ser muy seria el que viene”.  

La ralentización de la demanda interna –consumo e inversión- se ha acelerado según detectan todos los indicadores, mientras que el deterioro de la balanza comercial está mermando la aportación de la demanda externa al crecimiento del PIB. El aumento de los precios de la energía, el agotamiento del boom turístico por la recuperación de nuestros tradicionales competidores, el alza paulatina de los costes laborales unitarios y la inflación están detrás de esta pérdida de competitividad. El menos crecimiento se traducirá en un freno al ritmo de creación de puestos de trabajo, que difícilmente podrá absorber el cierto auge de la construcción residencial. Situación a la que hay que añadir la amenaza que se cierne sobre la reforma laboral del PP, con la pretensión de este Gobierno de sectarios, reñido con la evidencia empírica, de volver al sistema de negociación colectiva sectorial en detrimento de los convenios de empresa, una operación destinada a devolver el poder a unos sindicatos anclados en el pasado y enemigos declarados de la globalización y la revolución tecnológica.

Si en el plano doméstico la situación es preocupante, no lo es menos en el internacional. La normalización de la política monetaria largo tiempo anunciada por el BCE se traducirá en una elevación de la prima de riesgo y en la subida de los tipos de interés (segunda mitad del 19) que dañará la cuenta de resultados de las empresas y la situación financiera de los hogares con hipotecas. Tipos de interés al alza y consolidación de los precios del crudo en unos niveles dañinos para la actividad económica. Los vientos de cola de que ha disfrutado la economía española, en fin, han pasado a mejor vida, y ahora toca remar contracorriente. Un Gobierno responsable, de centro derecha o de centro izquierda, debería centrar su política económica en reducir de forma drástica el desequilibrio de las finanzas públicas y en acometer las reformas estructurales necesarias para permitir a la economía un aterrizaje suave en el nuevo escenario de desaceleración. No es el caso del de Pedro Sánchez, sostenido por una coalición de hooligans del gasto público, alérgica a la disciplina presupuestaria y a cualquier reforma que suene a liberalizadora.  

Gastar a manos llenas en lugar de ajustar el tamaño del Estado

Tampoco es que el bello Pedro necesite que nadie le anime para lanzarse por la senda del desbarajuste presupuestario. Es evidente que a España le vendría como el comer una reducción drástica del binomio déficit-deuda, una reforma en serio del marco jurídico (la burocracia, la falta de inversión en I+D, y el mal funcionamiento de la Justicia lastran gravemente la productividad) para dotar de mayor eficiencia a la economía, amén del manteniendo de las reformas efectuadas en la anterior legislatura. En lugar de lo expuesto, el presidente por accidente nos anuncia una flexibilización de los objetivos de déficit (1,8% para 2019, sin respuesta aún de Bruselas, frente al 1,3% previsto por el Gobierno Rajoy) y un aumento adicional del gasto para atender “lo social” que se pretende financiar mediante subidas generalizadas de impuestos (en una coyuntura aún expansiva) y no a través de ajustes del gasto (reducción del tamaño del Estado) como sería lo pertinente. Lo cual contribuye a asustar  a los agentes económicos, deteriorando las expectativas de familias, empresas e inversores. Los empresarios posponen sus decisiones de inversión, las familias aplazan el cambio de lavadora, y los inversores extranjeros ponen su dinero a buen recaudo llevándoselo a lugar más seguro. El corolario es la aceleración de la trayectoria bajista del PIB.

La decisión del Gobierno de aumentar el gasto público para procurarse una clientela electoral dispuesta a votar al gran Sánchez llegado el momento, intentando financiar el derroche con subidas de impuestos, es un disparate que daña el interés general y solo se puede explicar en clave partidista y sectaria. El mix aumento del gasto/subida de impuestos no permite  reducir el déficit público mientras que acentúa la desaceleración de la Economía. No hay un solo precedente de éxito entre los países de la OCDE que han emprendido procesos de consolidación fiscal por este sistema, pero ahí está doña Nadia, la nueva Pedro Solbes, el hombre que consintió los desmanes de Zapatero con las cuentas públicas sabiendo que conducían al desastre, dispuesta a freír a impuestos a todo bicho viviente. Aumentar el gasto financiándolo con nuevos impuestos en un contexto de desaceleración y con un déficit estructural elevado solo contribuye a deprimir la actividad y a mermar la capacidad recaudatoria del sistema tributario.

Y todo ello en medio de una borrachera de anuncios, desmentidos, globos sonda y falta de definición sobre esas potenciales subidas –en realidad sobre cualquier medida de índole económico-financiera-, lo que acentúa la desconfianza de los agentes económicos y envía una pésima señal a los mercados. Tal ocurre con la pretensión gubernamental de elevar el tipo marginal del IRPF para las rentas del trabajo superiores a los 140.000 euros/año. Esta semana hemos sabido por la ministra zote de Hacienda, señora Montero, que el Gobierno pretende crear dos nuevos tramos para rentas superiores a aquella cifra: uno a partir de los 140.000 euros y otro más a partir de los 300.000 euros, con subida de cuatro puntos del tipo marginal (hasta el 49%, que en algunas CCAA podría llegar hasta el 52%). Es la respuesta de Hacienda a la exigencia del señor marqués de Galapagar, que es el auténtico ministro de Economía y Hacienda del Gobierno de España. Apenas un 0,7% del total declara ingresos superiores a los 140.000 euros, porcentaje que ya soporta una fiscalidad muy elevada, por lo que, al margen de recaudar dos duros más, lo que Sánchez y su gente conseguirán es que los afectados que puedan desplacen su residencia fiscal a otras latitudes con una fiscalidad menos confiscatoria.

Los riesgos de vincular las pensiones al IPC

El espectáculo provocado por la decisión de ligar la subida anual de las pensiones al IPC es definitorio del caos que preside la política fiscal y presupuestaria de este dizque Gobierno y de la locura que se ha apoderado de la mayor parte de nuestra clase política. Hasta Alberto Nadal, nuevo responsable de la estrategia económica del PP, se ha subido a ese carro. El FMI acaba de advertir a España de que vincular la revalorización de las pensiones a la inflación de forma permanente añadirá entre un 3% y 4% del PIB (entre 30.000 y 40.000 millones) al desembolso por ese rubro de aquí a 2050, hasta el punto de que la responsable de la misión de FMI en Madrid, Andrea Schaechter, ha llegado a decir que la medida podría poner en peligro al conjunto del sistema. En efecto, introducir un gasto de naturaleza estructural como la indiciación de las pensiones al IPC, unido a la presión alcista sobre el gasto ejercida por los programas del Estado del Bienestar, podría conducir a poner en riesgo a plazo fijo la solvencia de España, una hipótesis que dependerá en exclusiva del sentimiento de los mercados y que escapa al control del Gobierno de turno.

Esa presión sobre el gasto lleva al Ejecutivo a proponer vías para incrementar la recaudación casi estrambóticas. El propio Sánchez acaba de anunciar la “ideíca” de grabar la compra de acciones con un impuesto del 0,2%, eximiendo del mismo a la compra de deuda pública, una medida que dañaría la Bolsa perjudicando la financiación de las empresas, aunque, eso sí, pondría a salvo la demanda de deuda pública para que la izquierda pueda seguir endeudándonos a todos a gusto de sus intereses electorales. Todo un aquelarre de “medidas ideológicas” (en expresión de la propia Nadia) que no contribuye sino a dañar la confianza de empresarios y consumidores y aumentar la incertidumbre. Ni una sola iniciativa destinada a propiciar la creación de riqueza. Para el Gobierno de coalición PSOE-Podemos que en realidad preside Pablo Iglesias, se trata de acabar con los ricos, no de reducir el número de pobres. Es la “democracia antiliberal” sobre la que escribía hace escasas fechas Martin Wolf, con el poder en manos de demagogos profesionales que gobiernan en nombre de una supuesta mayoría enfadada. La inercia expansiva, en suma, ha terminado, y la estrategia económica anunciada apunta al final del ciclo de crecimiento iniciado el último trimestre de 2013. La experiencia demuestra que cuando la economía española entra en una fase de desaceleración, la posibilidad de lograr un aterrizaje suave es tarea casi imposible. Como la actual coalición de Gobierno se consolide, las perspectivas para 2020 apuntan a un estancamiento del PIB e incluso a una nueva recesión. Es lo que hay. 

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