Los líderes de la transición, muchos de ellos hijos de la guerra y postguerra, llegaron al poder con el sueño de hacer que España, el eterno enfermo de Europa, dejara de serlo.
Era hora de dejar atrás el inestable, corrupto, atrasado, en constante zozobra política de antes de la guerra, o el anacronismo autoritario, cerrado y reaccionario que le sucedió después. En economía, era hora de abandonar décadas de autarquía, experimentos económicos fallidos y atraso, y subirse con fuera a la economía internacional. Socialmente, era el momento de abrazar el cambio, las libertades, los derechos civiles del resto del mundo, dejando atrás el nacionalcatolicismo rancio y la naftalina franquista. En la eterna cuestión nacional había llegado al momento de dejar el autoodio a un lado y la imposición a otro, y apostar por una España descentralizada, plurilingüe y cómoda con su enorme diversidad.
La mayoría de las generaciones fracasan o se quedan a medias. Llegan al poder con altos ideales de modernidad, progreso y concordia, unas convicciones ideológicas inquebrantables y la inagotable energía de un revolucionario, pero acaban conformándose, negociando, cediendo. Tienen que dejar cosas a un lado a cambio de avanzar en otro. Se rinden ante una oposición inflexible. Se corrompen y acaban vendiendo el cambio prometido a su propio ego. Se hacen ricos, se compran un descapotable, y abandonan el rock & roll.
España, a partir de 1978, dejó de ser un país de dictaduras y golpes de estado y se convirtió en una democracia plenamente funcional, tan buena (o tan mala) como cualquier otra democracia europea
La generación de la transición española tiene algo casi inconcebible, milagroso, en que no se quedó a medias. España, a partir de 1978, dejó de ser un país de dictaduras y golpes de estado y se convirtió en una democracia plenamente funcional, tan buena (o tan mala) como cualquier otra democracia europea. La modernización económica del tardofranquismo no fue un espejismo, sino que se consolidó, en años sucesivos, en una economía moderna y dinámica. El país de curas y obispos pasó a ser uno de los primeros en aprobar el matrimonio homosexual en todo el mundo, y uno de los lugares más abiertos y tolerantes del planeta. España tuvo, al fin, cuatro lenguas oficiales, aceptó su plurinacionalidad, y a pesar del inacabable conflicto catalán, es más fuerte por ello.
Los últimos 43 años de la historia del país son sin duda una época de éxitos: España no tuvo tantos años seguidos de avances, paz y prosperidad desde el reinado de Carlos III. El legado que recibimos de la transición, de la generación de nuestros padres, es inmenso; España no sólo es un país distinto. Es probable que, ahora mismo, mejor que nunca lo ha sido en el pasado.
Si miramos la historia de nuestra generación más de cerca, sin embargo, la realidad es bastante distinta. Los nacidos en democracia llegamos a la edad adulta a principios de siglo, justo tras los atentados del 11-S. Entramos en el mercado laboral, los más viejos, en los años de la burbuja. La mayoría se comen la gran depresión y las crisis del euro enteras justo cuando entran en el mercado de trabajo, la lenta recuperación posterior, y cuando parece que las cosas empiezan a funcionar, se comen la pandemia. Aunque España ha prosperado, somos los que nos llevamos la peor parte del desastroso mercado laboral, salarios misérrimos y precariedad eterna.
Cuesta mucho sentirse afortunado cuando te están pegando una paliza, y más cuando cada vez que pides una reforma, la única respuesta son palmaditas en la espalda y ser ignorado por enésima vez
La generación de españoles nacidos en democracia nos hemos cansado de escuchar que somos una generación afortunada. Lo somos, en muchos aspectos. Pero las crisis económicas, el paro, los trabajos basura, el estado de bienestar que parece proteger a todo el mundo menos a quien lo necesita, los enchufados de siempre que parecen llevarse todo el pastel y un sistema político que parece ignorar por completo todos y cada uno de los problemas a los que nos hemos enfrentado son también reales. Cuesta mucho sentirse afortunado cuando te están pegando una paliza, y más cuando cada vez que pides una reforma, la única respuesta son palmaditas en la espalda y ser ignorado por enésima vez.
Los erores de un sueño
Se ha hablado mucho sobre el conflicto generacional en España, pero quizás no lo suficiente. La generación de la transición, la de mis padres, tuvieron la suerte de ver cumplidos sus sueños; el de hacer de España un país democrático moderno, abierto, y próspero. La nuestra, los que seguimos después, son los que nos hemos encontrado con las grietas, los errores y omisiones de ese sueño, y con la resistencia de los que nos precedieron de reformar o cambiar el admirable edificio que construyeron.
Nuestros padres tienen todo el derecho de estar inmensamente orgullosos de la España que dejan como legado. Es necesario que también entiendan, sin embargo, que es hora de abrirse al futuro y que sean otros quienes muevan el país hacia adelante, respondiendo a los problemas que, aún con sus enormes logros, siguen sin estar solucionados.
Hemos llegado muy lejos, pero nos queda mucho camino por recorrer.