La historia del Aquarius no tiene nada de excepcional, es la de otros muchos buques que patrullan el Mediterráneo socorriendo a emigrantes africanos y de Medio Oriente que se aventuran en alta mar a bordo de precarias embarcaciones, generalmente abarrotadas, con el propósito de alcanzar las costas de la Unión Europea. Tampoco es extraño que pertenezca a una ONG. Son muchas las que han fletado barcos en los últimos años para auxiliar a estos desdichados. Sus intenciones son loables y han evitado un sinfín de tragedias que, a pesar de todo, se siguen produciendo todos los veranos.
Durante 2017 más de tres mil personas perdieron la vida en el Mediterráneo, lo que convierte a esta ruta migratoria en la más mortífera del mundo. La mayor parte de las embarcaciones atestadas de emigrantes salen de las costas de Libia, un país envuelto en una sangrienta guerra civil desde hace siete años en el que proliferan las mafias que trafican con seres humanos como si fuesen cabezas de ganado.
El rescate sistemático de emigrantes en alta mar actúa como un imán para los que se internan en el mar y facilita la tarea de los contrabandistas de seres humanos
Un simple vistazo al mapa nos aclara por qué esta ruta es tan letal. De la costa libia a la del sur de Sicilia hay entre 400 y 500 kilómetros de mar abierto sin más islas que las del archipiélago maltés y algunos islotes menores como Lampedusa o Pantelaria. ¿Por qué salen de Libia y no de Túnez, que está mucho más cerca de Italia? La razón es sencilla de entender: Libia es el único país del norte de África que carece de Gobierno. En estos momentos el territorio y sus costas están controlados por hasta cinco grupos distintos que guerrean incansablemente entre ellos.
Los emigrantes subsaharianos atraviesan el Sahara en caravanas y se dirigen a la costa libia sabedores de que allí les será relativamente fácil conseguir plaza en un cayuco. Todo previo pago de su importe, porque del África ecuatorial hasta Sicilia el emigrante lo paga todo a los distintos intermediarios que va encontrando por el camino. El mar es mucho más peligroso que cualquier desierto. Los tratantes cobran el pasaje, sobrecargan las pateras y las dejan a su suerte a sólo unas millas de la costa.
Pero, a pesar de la infinidad de riesgos que asumen, este es el camino escogido por casi todos. Desde 2014 entre el 70% y el 80% de los inmigrantes africanos que entran en Europa lo hacen por esa ruta, la más peligrosa e incierta pero la menos vigilada. Conocedores de la situación, los gobiernos de la Unión europea pusieron en marcha en 2015 la Operación Sophia en la que actualmente participan efectivos militares de Italia, España, Alemania, Francia, el Reino Unido, Eslovenia y Polonia. En estos momentos nuestro país tiene desplegados en la zona una fragata y un avión de Salvamento Marítimo que peinan la zona en busca de pateras a la deriva al tiempo que persiguen a las redes de traficantes.
Durante 2017 más de tres mil personas perdieron la vida en el Mediterráneo, lo que convierte a esta ruta migratoria en la más mortífera del mundo
Junto a la labor gubernamental, varias ONG europeas hacen más o menos lo mismo, una labor humanitaria admirable, pero con unas consecuencias no buscadas que no todos quieren ver a pesar de que los hechos lo muestran con toda su crudeza. El rescate sistemático de emigrantes en alta mar en lugar de frenar la inmigración está alentándola. Actúa como un imán para los que se internan en el mar y facilita la tarea de los contrabandistas de seres humanos, que tan sólo tienen que alejar los cayucos unas 20 millas de la costa. Del resto ya se ocupan los buques europeos, sean éstos militares o civiles.
Porque, y este es un detalle importante, cuando se rescata a un grupo de emigrantes en esa parte del Mediterráneo no se les devuelve a la costa de donde partieron, se les transporta hasta un puerto de la UE, generalmente del sur de Italia. Lo hacen así porque Libia no es un lugar seguro. Están enviando el mensaje que las mafias y los propios emigrantes quieren escuchar: tan pronto como dejen de divisar la costa hay una probabilidad muy alta de que un barco europeo les recoja y les lleve hasta Italia.
De hecho, los contrabandistas llenan los depósitos de las pateras con el combustible justo para llegar hasta el borde de las aguas territoriales libias. En ese punto quedan al pairo hasta que, si hay suerte, un navío de rescate les encuentra. Tanto las ONG como los gobiernos lo saben. Si rescatan malo, pero si no lo hacen peor, porque hasta que eso se conozca y se descuente en tierra habrán de morir miles de personas en el mar esperando un rescate que no llegará.
No se trata de satisfacer la buena conciencia, como hacen Carmena, Colau y ahora Sánchez, sino de saber qué tipo de inmigrantes podrán abrirse paso por sus propios medios una vez estén aquí
Pero el problema no termina en alta mar. Ahí simplemente empieza. Cuando los emigrantes llegan a los puertos italianos no es fácil deportarlos a sus países de origen; ya por que se desconocen, ya porque se encuentran en guerra como Sudán, Nigeria o Camerún. En países pequeños como Malta no cabe tanta gente. La extensión de la República de Malta es la mitad que el municipio de Madrid y padece ya con una gran densidad de población.
Más al norte, en Italia, espacio si hay, pero estos emigrantes no pueden ganarse la vida. Desconocen el idioma, las costumbres locales y carecen de la cualificación necesaria para emplearse en economías tan complejas y especializadas como las europeas. En muchos casos llegan sin siquiera saber leer, lo que les conduce a vivir a costa de los programas sociales o en el círculo vicioso de la economía sumergida. Si fuesen pocos no habría problema, con tiempo y paciencia irían integrándose, pero es que son cientos de miles cada año, muchos más de los que Italia puede acoger. Sólo el año pasado entraron casi 200.000, que se sumaron al medio millón que vaga por las ciudades italianas dedicado al sector informal y, en algunas ocasiones, a la delincuencia.
Europa tiene una capacidad de acogida limitada. No sólo llegan inmigrantes desde África, lo hacen también y en grandes cantidades desde Oriente Medio, Sudamérica, el sudeste asiático y Extremo Oriente. Una gigantesca ola migratoria a escala global a la que España no es ajena; todo lo contrario, se encuentra en una de sus intersecciones. Hoy nuestro país acoge a cinco millones de inmigrantes y su tasa de inmigrantes por cada 1.000 habitantes es el doble de la media europea, superior a la de Francia o Italia y similar a la del Reino Unido.
No es el nuestro un país insolidario o cerrado sobre sí mismo. Apenas se registran conflictos étnicos y se han integrado exitosamente comunidades numerosas como las que llegaron durante la década pasada desde Ecuador o Rumanía. No hay guetos en España, tampoco han aparecido partidos xenófobos, la inmigración no es un asunto que esté en la agenda diaria ni que ocasione apasionados debates como en otras partes de Europa. España, en definitiva, es un país abierto y extraordinariamente tolerante. Un país del que sentirse orgulloso.
Esto no significa que nuestra capacidad de acogida sea infinita. Como cualquier otro país envejecido necesitamos inmigrantes, pero no de cualquier tipo. Eso es lo que políticos como Ada Colau, Manuela Carmena o, desde hace dos días, Pedro Sánchez, parecen ignorar. No se trata de satisfacer la buena conciencia, sino de saber que tipo de inmigrantes podrán abrirse paso por sus propios medios una vez estén aquí. Franquear la puerta a alguien para recluirle después en un CIE o dejarle a su suerte vagando por la calle no tiene nada de solidario, es reírse de la miseria ajena para utilizarla como arma política. Y eso, un paso más allá de la propaganda, no es de humanitario, es simplemente vil.