Bien. El partido de la Gurtel ya puede mirar de tú a tú al partido de los ERE y ninguno de los dos parece dispuesto a enrojecer de vergüenza ni a pedir perdón por haber robado. En el PSOE ha reclamado esto último la voz solitaria de Odón Elorza. En el otro, nadie. Tendrán que llegar algún día los historiadores para establecer hasta qué punto estos arrebatacapas han herido gravísimamente la democracia española, pero para eso aún faltan años. Así que, mientras contemplamos el lento juego de las sillas musicales de Sánchez, Iglesias y los demás para formar algo que remotamente pudiera parecerse a un gobierno, podemos dedicar unos minutos a otras cosas importantes.
Se llama Camarena. Javier Camarena y nació en Xalapa, Veracruz, México, hace algo más de 43 años. Iba para ingeniero. Se divertía cantando por ahí boleros, cancioncitas pop y cosas así, pero es cabezota y un día se empeñó en estudiar canto en serio. Eso horrorizó a sus padres, que le soltaron la frase habitual: “Busca un trabajo de verdad. Con eso de la música te vas a morir de hambre”. No hizo caso. Menos mal.
Una función tierna y divertida
Yo estaba en el Teatro Real de Madrid el 10 de noviembre de 2014, cuando pusieron La hija del regimiento, de Donizetti. En el palco de Endesa (las entradas nos las había regalado Pepe Oneto, que no podía ir) había seis o siete personas muy serias y elegantes, de esas que salen con frecuencia en las páginas de información económica de los periódicos; gente de ademanes pausados y poco dada a exteriorizar emociones, que es cosa de pobres.
Esa ópera es, como tantas de Donizetti, divertida, tierna y un poco irónica. Un muchacho muy sencillo y quizá un poco tontito, Tonio, está enamorado de Marie, una joven huérfana que, de niña, fue “adoptada” por un regimiento militar; eso quiere decir que no tiene un padre sino un montón de soldados que ejercen de tales, todos juntos. Para lograr que el “padre” colectivo le conceda la mano de la chica, Tonio no duda en alistarse. La escena más conocida es aquella en la que los soldados, no sin pensárselo mucho, deciden acceder y dan el sí: permiten que Marie se case con Tonio.
Ahí Donizetti, que era un poco cabroncete (no tanto como Rossini, pero lo era), obliga al tenor que canta el papel de Tonio a hacer algo casi imposible. Para mostrar su alegría, el cantante tiene que dar ¡nueve Do de pecho! en apenas dos minutos. Eso es una barbaridad que pocos pueden hacer como es debido. Es la típica aria matatenores.
En el palco de Endesa todo iba bien hasta ese momento. Los señores (y señoras) elegantes y pausados miraban al escenario con mucho comedimiento y circunspección, como si la cosa no fuese, en realidad, con ellos. Aplaudían de vez en cuando sin hacer ruido, como debe hacerse cuando uno es rico. Sobre el escenario había un muchacho joven al que no conocía nadie, un tenor voluntarioso y algo gordito que hacía su papel con dignidad. Todo bien.
Pero cuando aquel chaval la emprendió con el Pour mon âme, el aria de los nueve Do de pecho, se produjo una conmoción. Los señores (y señoras) del palco se convirtieron de pronto en auténticos hooligans. Olvidaron las buenas maneras: se pusieron en pie, desencajados, despeinados, y empezaron a gritar como si estuviesen en el fondo sur del Bernabéu. Lágrimas, aullidos, aplausos con las manos sudorosas. El que estaba a mi lado, hecho un puro azogue, repitió dos veces: “¡Jó-dér! ¡Jó dér!” y me abrazó con todas sus fuerzas (no nos conocíamos de nada), mientras sollozaba: “Pero ¿tú has visto? Pero ¿tú has visto lo que ha hecho este tío?”.
En cuanto se le ocurra grabar (quizá dentro de unos años, no muchos) un disco que a lo mejor podría llamarse Tutto Camarena, lo tendremos en las listas de éxitos, como pasó con el inolvidable Luciano Pavarotti
A todo el teatro le pasó lo mismo. Camarena tuvo que repetir el aria no una sino dos veces, algo que no se veía en el Teatro Real desde hacía más de un siglo. Ha hecho lo mismo en el Covent Garden de Londres. Y en el Metropolitan de Nueva York, varias veces, algo que no había ocurrido en setenta años. Y de nuevo en el Real, hace unos días, con otra ópera. Lo comparan con Leo Messi, con Cristiano Ronaldo. Pero sobre todo lo comparan con Pavarotti.
Ahí está el asunto. La ópera vive de mitos. Es un fenómeno que, como el fútbol y los toros, necesita héroes, ídolos, dioses. Pavarotti lo fue, como lo fueron Kraus, Caballé, Callas, Tebaldi, Di Stefano (Giuseppe, no Alfredo), Domingo, Caruso y unos cuantos más, tampoco muchos. Todos ellos trascendieron el mundo de la ópera, que siempre se tuvo por un tanto cerrado, y se convirtieron en personajes a los que todo el mundo conocía, mitos que no llenaban ya teatros sino estadios.
Camarena está a punto de ingresar en ese Olimpo. En cuanto se le ocurra grabar (quizá dentro de unos años, no muchos) un disco que a lo mejor podría llamarse Tutto Camarena, lo tendremos en las listas de éxitos, como pasó con el inolvidable Luciano Pavarotti, que la gente pensaba que no se llamaba Luciano sino Tutto. Se convertirá en un fenómeno de masas.
Lejos del mito del divo
Y ¿saben qué es lo mejor de todo? Pues que no se lo cree. Es lo más alejado que existe del concepto de divo. Hace cuatro días lo volví a ver, otra vez en el Teatro Real, en un ensayo de la ópera Il pirata, de Bellini (se estrena el día 30), sentado en el patio de butacas. Vaqueros, camiseta negra, zapatillas de deporte. Enredaba con el móvil mientras esperaba a que le llamaran para repasar su parte. Se considera miembro de un equipo, no el protagonista único de los cataclismos emocionales que genera. Es un chaval humilde, sonriente, cariñoso, que no deja de darle gracias a la vida, que le ha dado tanto. Él mismo dice: “No voy por ahí estirando la mano para que me la besen, eso es ridículo. Yo hago mi trabajo, como los demás compañeros, y me lo paso muy bien”.
Sus mayores ilusiones son sacar unos días libres para estar son su mujer y sus dos hijos, algo que no siempre puede conseguir, y dar conciertos benéficos para conseguir dinero que destina a la construcción de un hospital en su tierra.
Da igual si a ustedes les gusta la ópera o no. Guarden en su memoria el nombre de Javier Camarena, el sencillo muchacho que enloqueció al palco de Endesa hace cinco años y que está destinado a pasar a la historia como uno de los grandes cantantes de todos los tiempos. Hagan lo que puedan por ir a verle: es terapéutico, se lo juro. Porque gobiernos con Sánchez, sin Sánchez, con Esquerra, con Ciudadanos o con sus respectivas y repajoleras madres hay y habrá muchos. Pero un fenómeno como Javier Camarena se produce una vez cada muchos años. Y no saben lo hermoso que es verlo. Lo bien que sienta.