¿Qué harías si te violaran? Se me ocurre correr, gritar, pegarle, morderle, echarle colonia en los ojos. Eso solo pienso aquí, sentada, con la sensación de peligro lejos. Pero el instinto de supervivencia, que nos condiciona como humanos por temer a la muerte, solo se activa cuando perdemos seguridad. No hay aprendizaje ni cinco reglas básicas recogidas en un libro de autoayuda que valgan lo suficiente para anticiparse y evitar la catástrofe. A menos que seas el agresor.
El miedo y la angustia puede hacer que reacciones como prevés, como te dijeron tus amigas, tus padres o hermanas, «llama cuando estés dentro de casa, no bebas de vasos ajenos, dile al taxista que no se vaya hasta que estés dentro del portal», pero tu cuerpo, bajo presión, se puede bloquear a la hora de enfrentarse a una situación inesperada de emergencia. En una agresión tu confianza se diluye, no negocias, porque toda la estrategia para que suceda la ejecuta el violador, que se siente fuerte y seguro. Cuando todo eso debería concluir en que el problema es el agresor, es sin embargo sobre la víctima, la que se encuentra en una situación de inferioridad, donde recae la responsabilidad de impedirlo.
En la ciudad donde vivo, Barcelona, se registraron 242 agresiones sexuales, 429 abusos sexuales y 50 acosos sexuales a lo largo de 2017, según datos de los Mossos d’Esquadra. 721 denuncias, que se traducen en 721 personas que no fueron respetadas. 721 veces en las que los cuerpos de 721 mujeres (porque fueron todas mujeres) fueron robados para el disfrute sexual de unos hombres. Pero, según recoge el Código Penal, solo 242 fueron sin consentimiento explícito. Hasta ahora, hemos repetido hasta la saciedad que “no es no” para que una relación sexual, un beso, un tocarte el culo, un piropo, un vamos a tomar algo no ocurra. ¿Solo decir no? ¿Y si no se dice no, significa que se dijo sí?
En una agresión tu confianza se diluye, no negocias, porque toda la estrategia para que suceda la ejecuta el violador, que se siente fuerte y seguro
Hasta hace bien poco, era extendida la idea de que la mujer debía llegar virgen al matrimonio, al hombre elegido. La sociedad, sumida en convicciones religiosas, hizo que la mujer limitara su sexualidad a una necesidad evolutiva, donde el deseo y placer estaban privados para ellas. El hombre, por su parte, de todo lo que abarca la sexualidad, solo se le inculcaba de pequeño que masturbarse era pecado, pero ningún juicio moral encorsetaba sus deseos (a no ser que fueran homosexuales).
Nuestra sociedad se ha cimentado en unos valores en que la libertad sexual de la mujer no era precisamente una virtud. Aunque a partir de la mitad del siglo pasado se rompieron las barreras para que las mujeres empezaran a ser dueñas de su cuerpo, que empezaran a decir 'sí' con total convicción, siguen arraigados en lo más profundo de esta sociedad machista ciertos vicios. Por ejemplo, hemos absorbido como esponjas confundir protección con paternalismo, confundir libertad sexual con disponibilidad. La libertad sexual de la mujer flota entre unos mecanismos de defensa con los que siempre debemos estar alerta, bien sea domesticarnos, no hacer nada que provoque una agresión; bien evitar que acaben llamándonos puritanas por no dejarnos llevar. Pero entonces, ¿es eso realmente una libertad sexual?
Si seguimos en ese marco, no parece que se haya entendido su significado. La liberación sexual de la mujer no va de que nadie nos salve o de que crean que somos accesibles, sino de que no haya amenaza. Esa es la única forma de prevenir la catástrofe, de una violación y de otros ataques invisibles.
De todas las palabras vacías, de la oquedad de los debates que se originan a raíz de un juicio como el de “La Manada”, lo único que parece ajustarse a su significado, fíjense, es el nombre con el que se autodenominan esos cinco hombres en su grupo de WhatsApp. No son más que un conjunto de animales de una misma especie que andan reunidos, normalmente en estado salvaje. De todo lo demás, lo único que deben entender de lo ocurrido es que solo un sí es un sí.