Opinión

Valentina Cepeda

Valentina Cepeda nos recuerda que, fuera de ese escenario cada vez más ilusorio, se sigue infectando y se sigue muriendo gente por culpa de un virus

  • Valentina Cepeda, la ujier del Congreso que se encarga este miércoles de mantener la desinfección de la tribuna, durante una sesión de control al Gobierno.

Los teatros aún no pueden abrir pero en realidad tampoco pasa nada: en el Congreso de los Diputados ya están los actores en escena, el vestuario, los decorados, las luces, todo. Por supuesto, también la televisión, que es lo que convierte todo en una comedia porque los actores no hablan para sí mismos, no se dicen el texto unos a otros, no tratan de convencerse con lo que se recitan; ni siquiera intentan zaherirse o molestarse o hacerse reír. Ningún actor hace eso. Los actores dicen su texto, que para eso están (a veces improvisan; el viejo recurso teatral de las morcillas), y ejecutan la función para el público y para nadie más.

Público que en la sala es más bien escaso pero eso no importa: también ellos forman parte de la escenografía. Es un recurso muy visto el de meter en el escenario a figurantes que finjan ser público, incluso a público de verdad. Aplauden y tal, hacen visajes (los que no llevan mascarilla) aprobatorios o burlescos, eso según, y atienden a los actores principales porque ya decía el gran director teatral Juan Cervera Borrás que el actor, cuando está en escena, actúa todo el tiempo, cuando le toca hablar o moverse y también cuando no. Y eso vale tanto para los actores principales como para todos los demás, incluidos los figurantes. Pero a lo que vamos: todos los que están allí, en el escenario del hemiciclo, tienen perfectamente claro que el público somos nosotros. La cuarta pared es la cámara de televisión. La obra se dirige a nosotros; en ningún caso a ellos, los actores. Estos se limitan a saberse cada uno su papel (a veces, muchas veces, también el de los demás, antes de que hablen) y a decirlo cada cual como sabe y puede. Para eso están. En realidad no les pagamos para eso, pero ellos creen que sí.

Pedro Sánchez es notable en escena. Tiene buena planta, buena voz y soltura. En esta obra, que bien podría titularse La prórroga del estado de alarma o Como gustéis, al estilo de Shakespeare, le ha tocado el papel de fraile. O de galán que hace de fraile, que tanto da. Lo hace bien. A mí me recuerda mucho al desaparecido Javier Escrivá cuando interpretó al padre Damián de Veuster en la película Molokai, que dirigió Luis Lucia. Es una interpretación contenida, intimista, casi doliente. Fray Sánchez no se enfada nunca, no grita, no insulta, no alza la voz. Aguanta los improperios de los demás sin descomponer la figura. Si acaso se permite una leve tensión en las quijadas. Unas veces mira al móvil y otras a lo alto, lo mismo que el padre Damián, quizá rogando al Señor que perdone a todos esos, que no saben lo que se hacen. O baja la cabeza, con estudiado gesto de humildad. Su personaje tiene que lograr que el resto de los actores aprueben la prórroga, pero lo bueno del teatro clásico es que todos conocemos la obra antes de que comience la representación y sabemos cómo acaba. Y acaba bien, es decir, con la aprobación de lo que se pide.

Pablo Casado es un tipo de actor completamente distinto. ¿Ustedes vieron la maravillosa película El rey pasmado, que dirigió Imanol Uribe hace casi treinta años? ¿Recuerdan al padre Villaescusa, que interpretaba Juan Diego? Pues ese es Pablo Casado. Es el antagonista; es decir, el tipo nervioso y azogado, el rabo de lagartija que ejerce de malo frente a la santidad melancólica y casi martirial de Sánchez. A mí me parece que es demasiado joven para el papel (la barba no disimula bien su carita de repipi) y la voz no le ayuda, pero el reparto es el que es y el chico hace lo que puede; habrá cursado algún máster, que es algo que le gusta mucho, aunque sea de interpretación. Pero sobreactúa, eso es lo peor que tiene. Trata de contenerse cuando insulta al fraile, cosa que hace constantemente, pero se le va la mano con el método Stanislavski, se mete demasiado en el papel y alza la voz: acaba gritando, no chillando pero sí gritando, como hacía Juan Diego en la película con aquel célebre “Santo Diosss”…

Así que al final, se abstiene, como dice el texto. Toda la fuerza se le va por la boca. Bueno. Ya irá aprendiendo

Casado sabe cómo acaba la obra, cómo no lo va a saber; y sabe también que si ocurriese cualquier accidente con el texto y al final del último acto la prórroga no se aprobase, y de aquí a algún tiempo hubiese un rebrote de la epidemia, a él le faltaría campo para correr. Pero su trabajo consiste en que no parezca que sabe eso, en fingirse iracundo, desdeñoso y hasta despechado: “¡Ya no me llamas jamás! / Así me pagas, ingrato, / el amor con que te trato / y toda mi lealtás. / Apurar, cielos, pretendo, / ya que me tratáis así…”, etcétera. Así que al final se abstiene, como dice el texto. Toda la fuerza se le va por la boca. Bueno. Ya irá aprendiendo.

Los demás, el resto del reparto, tiene menos interés, como suele suceder. Inés Arrimadas me recuerda mucho a Yvonne Elliman, la actriz hawaiana que interpretó a María Magdalena en la película Jesus Christ Superstar, que dirigió Norman Jewison en 1973. Su papel es difícil: está ya casi enamorada del protagonista, en este caso del fraile, pero tiene que hacer lo posible para que no se le note, porque muchos de sus apóstoles se le echarían encima. Uno de ellos, Girauta, ya ha abandonado la canoa (iba a decir “el barco”, pero el tamaño de la nave no da para tanto).

Un comparsa llamado Rufián

A Rufián le han vuelto a encomendar el papel que más le gusta: el que indica su nombre. Llevaba tiempo haciendo de comparsa asintiente, y hasta comprensivo: ha sufrido con eso. Esta vez le mandaron votar que no a la prórroga, porque para muchos independentistas, la patria es mucho más importante que la vida, sobre todo si se trata de la vida de los demás. Así Rufián es el sosias de Martin Kove cuando interpretó al jefe instructor de los matones en Karate Kid, el que tanto amenazaba a Ralph Macchio y al inolvidable señor Miyagi. Y ese papel se le da de miedo, para que vamos a decir otra cosa.

Abascal tiene pocas tablas para hacer el papel demoníaco que él mismo parece haber escrito. Miente son una sangre fría admirable (lo de las “multitudinarias” caceroladas, por ejemplo, fue muy divertido), pero su interpretación se inspira demasiado en Salvini, que es muy mal actor. Debería ver más vídeos de Christopher Lee o de Narciso Ibáñez Menta, que ese sí que daba miedo, y menos de Los Simpson, porque lo que le sale en la tribuna de oradores es apenas una parodia de Mr. Burns…

Pero al espectador (es decir, a nosotros) hay algo que nos descoloca en esta representación. Entre monólogo y monólogo, una mujer sube a la tribuna, protegida con mascarilla y guantes; una mujer de pelo rizado y negro que saca una bayeta y un frasco de líquido, y se pone a limpiar sin decir nada. Desinfecta el atril, los micrófonos, todo lo que hay allí. Cuando termina de eliminar los posibles gérmenes, baja la escalerilla y espera el siguiente entreacto. Se llama Valentina Cepeda y es limpiadora. No tiene frase. Y no la tiene porque no forma parte de la obra. Ella es el único atisbo que los del público, metidos en casa, podemos ver de la realidad, de lo que padecemos, de lo que nos está pasando.

Los actores, en la obra, solo parecen buscar su lucimiento, sus intereses personales o de partido, sus diminutas negociaciones de mercaderes de votos o sondeos, sus pedacitos de poder o de influencia

Mientras los actores de los partidos siguen entretenidos con su obra teatral, con sus bailes de salón, sus estrategias, sus gestos y frases grandilocuentes, sus insultos, sus putaditas y sus cambalaches, Valentina Cepeda nos recuerda que, fuera de ese escenario cada vez más ilusorio, se sigue infectando y se sigue muriendo gente por culpa de un virus. Ese virus que, a medida que la epidemia retrocede, parece ir teniendo cada vez menos importancia. Porque los actores, en la obra, solo parecen buscar su lucimiento, sus intereses personales o de partido, sus cálculos electorales, sus diminutas negociaciones de mercaderes de votos o sondeos, sus pedacitos de poder o de influencia o de share. Ellos, unos más y otros menos, están actuando. Solo Valentina Cepeda nos recuerda que ahí mismo, fuera del teatro, está la realidad.

Me gustaría saber a quién piensa votar esta mujer, que es la que limpia los miasmas de todos ellos.

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