Aquel primero de enero estábamos los cuatro en Viena. Habíamos pasado la primera nochevieja de nuestra vida sin campanadas, que allí no hay (o era imposible oírlas); las uvas las llevábamos nosotros en botecitos y las tomamos “a ojo”, cuando las manecillas de un reloj cercano a la catedral de San Esteban se juntaron en las doce. En aquel mismo instante cesó toda la algarabía de las calles repletas de gente, callaron las músicas atronadoras de todas las carpas que llenaban el casco antiguo y empezó a sonar por todas partes El Danubio azul, de Johann Strauss hijo. Cada cual enganchó a quien tenía al lado, lo conociese o no, y se puso a bailar. Yo no había visto nunca una hermosura así.
El problema llegó en la mañana de Año Nuevo, cuando fuimos a pagar la cuenta para dejar el hotel. Había cola. La muchacha que atendía en la recepción estaba pálida, ojerosa y parecía al borde de un ataque de llanto. Tenía ante sí una calculadora y estaba rodeada por cartuchos de papel que contenían monedas de diferentes tamaños y colores. Aquel día se estrenaba el euro. El gobierno austriaco había decidido tirar por la calle del medio (más vale una vez colorado que ciento amarillo, pensarían; no sé cómo se dice eso en alemán) y desde aquel día se usaba solo y nada más que la nueva moneda, el euro. El viejo schilling estaba jubilado. Podías pagar aún en schillings, pero el cambio te lo tenían que dar en euros.
Así que la pobre chica del hotel estaba desesperada, porque la equivalencia oficial establecía que un euro valía a 13,7603 schillings: como para sacar la cuenta de memoria. Lo mismo pasaba en los kioscos de periódicos, en los taxis, en todas partes. En el McDonald’s, por ejemplo, habían puesto en el escaparate montones de bolsas de patatas fritas que tenían la forma del símbolo del euro, €, pero los chavales que había tras el mostrador llevaban todos una calculadora colgada al cuello y mostraban evidentes signos de fatiga y desasosiego.
El menú del día, de 900 pesetas a 9,00 euros. Y si alguien protestaba, el señor Venancio decía, muy sonriente: “Ah, no, no, es lo que dice el gobierno. Se llama redondeo. Es para no hacernos líos, ¿sabe usted?”
En España fue otra cosa, no sé si peor o mejor. El gobierno de Aznar estableció un periodo de transición en el que las dos monedas, la vieja y la nueva, convivirían. Para la mayoría de la gente, el lío fue espantoso. Pero para otros no. Yo vi con mis ojos cómo el señor Venancio, el dueño del bar en el que yo tomaba café cada mañana antes de subir a trabajar, trepaba hasta la pizarra que había en la pared, armado de un trapo y de una tiza, y cambiaba los precios. En mi vida he visto a nadie que maneje mejor las comas; ni Delibes, ni Cela, ni García Márquez, ni nadie. Allí ponía, por ejemplo: “Botellín de maou, 100 pts”. El señor Venancio se limitaba a separar uno de los dos ceros por una coma que pintaba con la tiza; luego borraba la abreviatura “pts.” y la cambiaba por el signo del euro, y a correr. Así el botellín pasaba a costar un euro. Es decir, un 60% más que cinco minutos antes. El menú del día, de 900 pesetas a 9,00 euros. Así todo, gracias a las comas. Y si alguien protestaba, el señor Venancio decía, muy sonriente: “Ah, no, no, es lo que dice el gobierno. Se llama redondeo. Es para no hacernos líos, ¿sabe usted?”.
El problema es que quienes cobrábamos una nómina lo seguíamos haciendo “en pesetas”; es decir, en su traducción exacta al euro, ahí no había error. Pero los salteadores de caminos como el señor Venancio se hicieron de oro.
Han pasado veinte años. Hoy hay en España alrededor de diez millones de ciudadanos que en su vida han visto una peseta, en términos literales, y que ponen cara de interrogación cuando alguien dice delante de ellos que tal cosa, lo que sea, “no vale un duro”. No saben lo que es un duro. Nacieron después de que tal objeto desapareciera. Algunos creen –lo veo en televisión– que las pesetas eran unos discos de metal que tenían un agujero en el centro. Aprendieron a vivir, a pensar, a contar y a calcular en euros. No son conscientes, ni falta que les hace, del espectacular (pero silencioso) aumento de precios que se produjo en nuestro país en los primeros años del siglo. Aquel cambio de moneda está en la génesis de muchas de las cosas que nos han pasado después, como la burbuja inmobiliaria, incontables casos de corrupción o el afloramiento de fortunas que permanecían escondidas. Por poner solo unos pocos ejemplos.
Qué ventarrón de orgullo me entró cuando, en Yemen, el taxista nos dijo que bueno, que podíamos pagarle en dólares, pero que prefería los euros
Pero tampoco vivieron algo que los más veteranos sin duda sí recordamos. El euro lo cambió todo. Nada hizo tanto por la idea de Europa como aquellas monedas y aquellos billetes de colores con paisajes o edificios inventados. Ni la bandera, ni el himno de Beethoven, ni las leyes, ni el Parlamento de Estrasburgo, ni las presidencias rotatorias, ni nada. Los españoles (y muchos más) tuvimos conciencia de que pertenecíamos a Europa, y de que Europa era algo sólido y tangible, cuando tuvimos en el bolsillo aquellas monedas que, en la cara, unas veces traían a Juan Carlos, otras a Leopoldo de Bélgica, otras a Mozart (esas eran las austriacas) y otras unos patos que volaban (Finlandia), un dibujo de Leonardo da Vinci (Italia) un águila germánica o lo que fuese. Pero todas valían igual y con todas podías pagar en cualquier sitio, en cualquier país. Eso era prodigioso. Qué ventarrón de orgullo me entró cuando, en Yemen, el taxista nos dijo que bueno, que podíamos pagarle en dólares, pero que prefería los euros.
La moneda común, y los imperfectos mecanismos que la manejan, nos han salvado literalmente la vida, por lo menos la económica. Con la pobre y escuchimizada peseta a cuestas, las dos crisis económicas del siglo XXI (la que comenzaron los ladrones en 2008 y la de ahora mismo) nos habrían devuelto no sé si a la Edad Media, pero sin duda sí a los años 70 del siglo pasado, en términos de riqueza y de peso económico. La posibilidad de aumentar la deuda del país, y de saber que esa deuda ya no supone el mismo peligro que antaño porque está respaldada por una moneda sólida y compartida, era algo desconocido antes del euro. Había una definición muy sarcástica, pero muy atinada, de la vieja peseta: era algo que se devaluaba inmediatamente cada vez que el gobierno juraba que no se iba a devaluar.
La barbaridad del Brexit
Eso ya no sucede. Cada vez son más los países europeos que adoptan como propia la moneda común (Croacia está a punto de hacerlo y luego vendrán la mayoría de los antiguos “países del Este”) y aquellos que no lo han hecho, con la sola excepción de Dinamarca, están expuestos a todos los vientos; ahí está el Reino Unido, que en ningún caso habría cometido la barbaridad del Brexit si hubiese manejado el euro y que ahora siente cómo se le agrietan todas las paredes bajo el gobierno de un tarambana como Boris Johnson.
El señor Venancio se murió hace unos años, muy cabreado después de ver que la gente se iba a tomar cañas al bar de al lado: allí usaban las comas con menos desvergüenza. Yo conservo aquellos primeros euros austriacos de la nochevieja del Danubio azul y estoy seguro de que la chica del hotel habrá olvidado la angustia y la calculadora hace muchísimo tiempo. Porque el euro, con todos sus defectos y todas sus inutilidades, que las tiene, fue una buena idea.