Opinión

No hay victoria electoral sin victoria ideológica

Después de la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas, la noticia más importante ocurrida a nivel global en las últimas semanas, al menos para quienes comparten los valores

  • François Fillon

Después de la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas, la noticia más importante ocurrida a nivel global en las últimas semanas, al menos para quienes comparten los valores de la economía de mercado y la democracia representativa, es el gran triunfo de François Fillon en las primarias celebradas el pasado domingo en el país vecino para elegir al candidato de la derecha a las presidenciales de mayo de 2017. Ocupada en contarnos hasta el último detalle las guarachas habaneras del deceso del dictador cubano Castro, TVE ha pasado de puntillas sobre un hecho tan importante como el ocurrido en Francia, quizá porque de haber entrado a fondo en la materia se hubiera visto obligada, siquiera de soslayo, a poner en evidencia las miserias de esta derecha gallinácea y triste que soportamos los españoles, cuya inanidad política e ideológica queda al descubierto ante el brioso discurso exhibido por ese “liberal templado, conservador esclarecido” que ha demostrado ser el candidato de Los Republicanos a ocupar el Elíseo el año que viene.

Aclaremos primero que Fillon ha ganado una batalla pero no la guerra. Una batalla importante, contra dos pesos pesados de tanto fuste como Nicolás Sarkozy, derrotado en primera vuelta, y Alain Juppé, un político en plena madurez por quien apostaban las encuestas y las cancillerías de medio mundo. Para Fillon, la verdadera batalla empieza ahora, y no solo porque los antecedentes invitan a ser precavidos –véase lo ocurrido en su día con “La France qui souffre” de Sarkozy y sus brillantes discursos de cambio-, sino porque el de Le Mans es un producto atípico, una flor exótica en el paisaje de un país tan ferozmente estatista y tan contrario a cualquier tipo de reformas como Francia. Que la derecha de ese país haya sido capaz, en el momento de mayor auge de los populismos –de derechas y de izquierdas- en todo el mundo, de optar sin tapujos por una alternativa liberal en lo económico y conservadora en lo social es un acontecimiento de un enorme valor simbólico, capaz de convertirse en la gran esperanza de un centro derecha europeo mayoritariamente rendido a los encantos de la socialdemocracia.

Pero los 4 millones que han votado en las primarias de la derecha gala son muy poca cosa comparados con los 36 millones que, grosso modo, componen el censo electoral francés. No es al votante culto y urbano, muchos de ellos unos privilegiados del sistema, que el domingo pasado le dio su voto al que tendrá que convencer dentro de medio año, sino a esa masa de votantes formada, entre otros, por el parado de larga duración, el estudiante de barrio sin perspectiva de encontrar empleo y el padre de familia que malvive con su magro sueldo, protagonistas todos de la “Francia periférica” a la que el paro y la inmigración ha echado en brazos del FN de Le Pen. Unir a esas dos Francias en un mismo impulso transformador es el gran desafío al que se enfrenta el candidato de Los Republicanos, convencido por lo demás, de que en su camino tendrá que hacer oídos sordos a los “mandarines mediáticos” de la izquierda que le han llamado de todo, y a los “amigos” políticos de la derecha que le exigirán, por mor de la unidad, moderar un programa que, en su radicalidad, en su desprecio a ese centrismo personificado en Juppé, y en su capacidad para llamar a las cosas por su nombre, le ha llevado al éxito en volandas.

No se conoce una sola aportación teórica al pensamiento político de la vicepresidenta del Gobierno, Sáenz de Santamaría. La suya es apenas la ideología del Poder, de la ocupación del Poder

Un envite de primera magnitud que, de triunfar en mayo, podría hacer añicos algunas verdades tenidas por inmutables en el acervo político de una Europa donde los roles electorales de “ricos” y “pobres” parecen marcados a fuego, una Europa donde las reformas liberales son vistas por la gente del común como un castigo añadido a sus penurias diarias por parte de los amos del sistema. El voto a Fillon en primarias parece indicar que algo está cambiando en la mentalidad del europeo medio, en línea con lo que viene sucediendo en las últimas presidenciales de los Estados Unidos. Lo puso negro sobre blanco el escritor y periodista Thomas Frank en su “What's the Matter with Kansas? How Conservatives Won the Heart of America”, tratando de responder al fenómeno de por qué tantos trabajadores blue-collar depositan su voto en las urnas desde la convicción profunda en una serie de valores tales como la libertad de poseer armas de fuego, el aborto o el matrimonio homosexual, más que en cuestiones salariales o de política económica, una contradicción que no ha sabido resolver la candidata Hillary Clinton.

Reconciliar progreso y tradición

Esa es la síntesis que, en el terreno de las ideas, persigue François Fillon: la de conjugar liberalismo económico y conservadurismo social, reconciliar progreso y tradición, unir a la derecha política con el voto de unas clases populares a las que tendrá que convencer para que abandonen al FN y se unan a su proyecto restaurador de la “grandeur” de Francia, enlazando con el impulso que un día elevó a los altares a un general De Gaulle o al mismísimo Georges Pompidou. En el último debate de primarias celebrado el jueves 24, Fillon pronunció una frase que es una enmienda a la totalidad de un Partido Popular (PP) cuya inanidad ideológica alcanza proporciones asombrosas: “No hay victoria electoral sin victoria ideológica”. Es la primera razón por la que es imposible imaginar un Fillon español saliendo de las filas de un partido en el que resulta misión imposible encontrar una sola idea capaz de configurar siquiera el embrión de un programa ideológico.

No se conoce una sola aportación teórica al pensamiento político de la vicepresidenta del Gobierno, Sáenz de Santamaría. La suya es apenas la ideología del Poder, de la ocupación del Poder, la misma que comparte con su jefe, Mariano Rajoy, un conservador de Casino de provincias anclado en el siglo XIX y en esa frase, que tantos consideran mero brindis al sol, según la cual “Cataluña no será independiente mientras yo sea presidente”. Por no tener no tiene ya ni relación con FAES, el tradicional think tank proveedor de ideas de la derecha española. Auténtico yermo en el terreno del pensamiento, esta derecha no sabe qué hacer con Cataluña. Tras años de inmovilismo, el gran jefe ha decidido por fin enviar a Barcelona a su vicepresidenta como antaño Austrias y Borbones enviaban sus galeones a las Indias dispuestos a afrontar las tormentas, para que negocie en secreto con los sátrapas del independentismo, a ver si, abriendo el cofre y regalando collares a los indios de la plaza Sant Jaume, consigue andando el tiempo volver a Madrid con algún tipo de apaño que le permita salvar la cara.     

La determinación de evitar a toda costa la celebración de primarias configura la esencia de un partido reñido con la democracia interna o simplemente con la democracia. Porque él no se quiere ir. Nada de apearse del poder o correr el riesgo, en primarias libres, de que se lo arrebate un Fillon cualquiera. La gran operación montada durante la pasada legislatura para destruir al PSOE con el martillo pilón de las televisiones podemitas es indicio revelador de esa determinación, esa voluntad de reinar por siempre, aunque sea sobre un solar en ruinas. Ello arrumbando cualquier planteamiento liberal en la conducción de la política económica, sacrificado todo a esa pulsión socialdemócrata que asegura gasto público para dar y tomar y el que venga atrás que arree. Après moi le déluge. Es el drama de un partido al que votan 8 millones de españoles no porque les encante Mariano o los postulados ideológicos del partido, sino porque les espanta la posibilidad de que la izquierda radical pueda hacerse con el poder reduciendo a cenizas su relativo bienestar. El PP como valor refugio. Tal es la dimensión del drama español.

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