Cuando las leyes se volatilizan, la civilización desaparece. Porque somos lo que legislamos. Y si ese armazón del que se dota el ser humano para erigir el edificio de la sociedad se desploma, todo se hunde con él. Por eso quienes atacan día tras día el armazón de la democracia a través de sus reglamentos saben muy bien lo que están haciendo. Cuando todo es motivo de un relativismo sectario que admite la negación de una parte mientras que no admite la menor crítica a la otra y no pasa nada, créanme, estamos a punto de que se nos entierre como organización social. Digo más, también espiritual. Que ahí les escuece a los dinamiteros de nuestro sistema constitucional. Todo lo que tenga que ver con la religión católica es motivo de escarnio, de burla, de ataque.
Ir a misa es poco menos que fascista, mientras que acudir a un retiro budista es de lo más top; rezar el rosario es cosa de viejas fanáticas, pero acudir a que te hagan una tirada de Tarot es tener una mente abierta; que un sacerdote bendiga una casa cuando la inauguramos es absurdo y sin sentido, pero el Feng Shui es una tradición llena de sentido. En fin, y por no cansarles, las procesiones de Semana Santa son algo impropio de un pueblo culto y civilizado, una reminiscencia del franquismo y una apología del señorito local, mientras que salir a la calle a orar de cara a La Meca, a celebrar el Año Nuevo Chino o cualquier otra manifestación religiosa no católica es indicador de sana y convivencia democrática.
Ir a misa es poco menos que fascista, mientras que acudir a un retiro budista es de lo más top.
Es decir, los chamanes, sí, los curas, no. La imagen de Cristo, fatal, la de Buda, buen rollo. La Pachamama, lo más, la Santísima Virgen, machista. Y qué decir la cosa legal. Los parlamentos democráticos son reductos burgueses de los que hay que expulsar a los que no sean de izquierdas, bien injuriándolos, bien ilegalizándolos. Porque, lo dijo Lenin, la república democrática no es el final para un revolucionario, sino un tránsito en el que poder explotar las contradicciones del sistema, sí, para instaurar la dictadura del proletariado. En resumen, hasta que no los dueños de todo no cejarán en derruir y derruir.
Todo, para volver a la tribu primigenia, la que no conocía más ley que la que emanaba del más fuerte ni más tótem que el que dictaba el hechicero. Esa tribu de la que tanto nos costó salir a algunos países y en la que todavía están muchos otros. La tribu donde no cabe ni la razón, ni la lógica, ni la intelectualidad. Todo se reduce a adorar a líder, al hechicero y empuñar el palo contra quienes nos digan. Ese salvajismo que conduce a una reducción de la humanidad está presente entre nosotros, incluso a nivel de gobernantes. Vivimos entre salvajes de todo tipo. Algunos lo son de manera manifiestamente perceptible. Roban, violan, asesinan y campan a sus anchas por nuestras calles sin que nadie se lo impida. La horda es inatacable, la horda tiene derechos, la horda debe ser comprendida, atendida, cuidada poque no tiene culpa de ser eso, horda. Al salvaje que está en un despacho oficial el salvaje que se mueve en manada no deja de hacerle gracia, de ahí que no se muestre dispuesto a frenarlo. Además, cuanto más carcomido esté nuestro andamiaje social, mejor para quienes desean una vuelta sin retorno al mundo en el que los débiles están para servir a los fuertes.
Los salvajes nos rodean y lo peor de todo es que nadie dice demasiado acerca de esto. A fuerza de convivir con esa categoría de personas hemos llegado a aceptarlos como algo inevitable, fatídico, normativo incluso. Pero es un error. A los salvajes se les puede combatir. Primero, con la civilización, que es tanto como decir con las leyes. Y segundo, con la contundencia. Ambas cosas sumadas obran prodigios, incluso entre quienes nos comerían vivos. No sé si me explico.