Opinión

Yo estaba allí

Hoy hace 40 años que se inició un secuestro que duró 18 horas. El entonces teniente coronel Tejero y un grupo de guardias civiles asaltaron el Congreso de los Diputados

  • El rey Juan Carlos I, durante su discurso a la nación ante el golpe de Estado del 23-F.

Hoy hace 40 años que se inició un secuestro que duró 18 horas. El entonces teniente coronel Tejero y un grupo de guardias civiles asaltaron el Congreso de los Diputados y tomaron como rehenes al Gobierno de España y a los 350 representantes de la soberanía nacional. Yo estaba allí en mi condición de diputado socialista por la provincia de Badajoz. Se iba a votar ese día, en segunda vuelta, la elección del presidente del Gobierno español. La noche anterior no fue mi mejor noche. Una gastroenteritis me mantuvo despierto con continuos paseos de la cama al cuarto de baño y de este a la cama. Sonó el despertador y decidí que no tenía cuerpo para conducir mi coche durante 400 kilómetros por carreteras de las que nos dejó el régimen franquista que Tejero quería recuperar. Mi voto no resultaba decisivo. Vería por la tele la sesión plenaria, que se prometía corta ya que las cartas estaban echadas y Leopoldo Calvo Sotelo resultaría elegido presidente con más votos a favor que en contra.

Quiso el destino que a media mañana me sintiera mejor. Cogí el coche y me puse en carretera sobre las 12 del mediodía para llegar puntual a la sesión de esa tarde del 23-F. Paré, como hacía siempre, en Talavera de la Reina a tomar un bocadillo. Ya tendría tiempo de cenar después del pleno. Por la tarde, después de pasar por el Hostal Mori, en el que me alojaba, me encontraba sentado en mi escaño con Enrique Ballestero, diputado por Badajoz, a mi derecha. Miquel Roca, diputado por Barcelona y portavoz de la Minoría Catalana, estaba mi izquierda. Nos separaba la escalerilla que permitía la entrada y salida de los diputados que nos sentábamos en la parte izquierda del hemiciclo. En aquel tiempo fumaba empedernidamente, tres paquetes al día. Llevaba en el bolsillo interior de mi chaqueta un paquete de Ducados a medio terminar. No compré más porque la sesión plenaria iba a ser corta y con ocho o diez cigarrillos tenía suficiente hasta que terminara el pleno. En aquel tiempo estaba permitido fumar en el hemiciclo. Y, además, en el supuesto de que me quedara sin tabaco, sabía que cerca de mí un diputado socialista había guardado en su maletín un cartón de tabaco que le había traído Jerónimo Saavedra, diputado canario, que como todos los de esas islas, venían siempre cargados de pequeños encargos que les hacíamos los peninsulares.

Comienza la votación

Como estaba previsto, el candidato de UCD tomó a la palabra, se ratificó en lo dicho en la sesión anterior en la que no resultó elegido por no sumar los 176 diputados que requería la primera votación. A continuación tomaron la palabra brevemente los diferentes portavoces de los grupos parlamentarios. Concluido el trámite, comenzó la votación por llamamiento. Los secretarios de la Mesa, tras el correspondiente sorteo, van nombrando a los 350 diputados quienes al oír su nombre se levantan de su escaño y anuncian su voto afirmativo, negativo o la abstención.

Por la otra puerta entraba un guardia civil con tricornio en la cabeza y pistola en la mano derecha gritando “¡quietos todo el mundo!”, dirigiéndose con paso ligero a la Mesa presidencial y amenazando con su pistola al presidente Landelino Lavilla

Don Manuel Núñez Encabo: “No”; un ruido impidió escuchar la voz del diputado socialista. Se acababa de abrir bruscamente la puerta que está a la derecha de la presidencia de la Cámara y que permanece cerrada, al igual que la que está a la izquierda, cuando la presidencia ordena el inicio de la votación. Un ujier casi rompe la puerta de cristales, entró corriendo al hemiciclo y ante la incredulidad de todos, vimos cómo por la otra puerta entraba un guardia civil con tricornio en la cabeza y pistola en la mano derecha gritando el consabido “¡quietos todo el mundo!” dirigiéndose con paso ligero a la Mesa presidencial y amenazando con su pistola al presidente Landelino Lavilla. Manuel Marín, diputado por Ciudad Real , y comisario y vicepresidente que fue de la Comisión Europea y, posteriormente, presidente del Congreso de los Diputados, se sentaba en la fila anterior a la mía, en el escaño pegado a la escalerilla. No se lo pensó dos veces. Dio un salto para salir por la puerta secreta que da acceso al hemiciclo desde la entrada de invitados a las tribunas del público. No pudo subir más de tres peldaños. Una metralleta le hizo desistir. Unos guardias civiles, que habían alcanzado la parte alta del hemiciclo entrando por esa puerta secreta y camuflada, le indicaron moviendo la metralleta que regresara a su escaño.

La puerta secreta de la Cámara

Simultáneamente, el hemiciclo se fue llenando de guardias civiles que, al grito de “¡al suelo, al suelo!”, comenzaron a disparar con las metralletas y las pistolas . En ese momento, con un ruido atronador, los diputados y el gobierno nos tumbamos como pudimos debajo de nuestros escaños. Los segundos o minutos que estuvimos en esa situación se hicieron eternos. Se oía el traquetear de las armas y yo tenía la sensación de que la suerte estaba de mi lado. Pensé que estaban matando a diputados y que a mí no me habían dado. Tras un largo silencio, los diputados y el gobierno nos fuimos levantando y, de pie y con las manos en alto, fuimos recuperando nuestro asiento. Javier Cercas, en su libro Anatomía de un instante, destaca la valentía de Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo al no obedecer la orden de tirarse al suelo. Alabo ese arrojo, pero sí defiendo lo que hicimos el resto de quienes estábamos en el hemiciclo. Si nos hubiéramos negado a obedecer y hubiéramos permanecido sentados en nuestros escaños, es seguro que los guardias y Tejero habrían tirado a matar. Y si hubieran matado a uno o a muchos, el golpe de Estado hubiera triunfado. La sangre vertida habría impedido la vuelta atrás de quien estaba ciego de odio, rencor y deseos de venganza. Sabían lo que tenían que hacer y habían estudiado los planos del edificio. En los seis años que estuve de diputado tuve siempre dificultades para encontrar la puerta secreta que da entrada a la Cámara. Si los guardias civiles no sabían donde iban, ¿cómo es que supieron dónde estaba esa puerta?

Son muchas las anécdotas que quedan en el tintero por falta de espacio. Aquel pleno no fue breve. El tabaco se me acabó antes de las ocho de la noche. El diputado que había guardado el cartón de tabaco canario no lo quiso sacar cuando, cuchicheando porque se nos prohibía hablar, le pedí tabaco. Para después del desayuno, me dijo. Cuando Cruz Roja depositó alimentos en la mesa de las taquígrafos, todos nos pusimos de acuerdo en no comer nada durante el tiempo que nos tuvieran secuestrados. No hubo, pues, desayuno y el diputado se llevó su cartón a casa. Y eso que le ofrecí las diez mil pesetas que llevaba en el bolsillo por un paquete. ¡Para qué querría guardarlo si nos iban a matar!, pensé. Me quedé sin tabaco, sin cena y sin desayuno, pero sigo vivo gracias al Rey. Nací en una dictadura y moriré en una democracia. Esa será la herencia que dejemos la generación que hicimos la Transición.

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