Las luces comienzan a apagarse a las 23.30 horas en el hospital de campaña de IFEMA. Treinta minutos después, todo queda a oscuras y así se mantiene hasta las 08.00. Pese al continuo trasiego de sanitarios, se puede dormir, aunque, en silencio, se escucha mejor el bombeo del oxígeno en el que se apoyan los pulmones de una parte de sus pacientes. Así lo relata José Antonio, un hombre de mediana edad que este lunes cruzaba la puerta de salida del recinto poco antes de la hora de comer. Le derivaron a este centro desde el Infanta Sofía, en San Sebastián de los Reyes, y aquí ha pasado tres días y tres noches.
Dicen que 'las penas, con pan, son menos' y quizá eso es lo que impulsó a algunos pacientes a ensayar una coreografía en el recinto durante el pasado fin de semana. “Llevó su tiempo prepararla”, reconoce José Antonio, quien se muestra contento porque el baile saliera en el telediario.
El tiempo es una variable importante entre los muros de este hospital: es largo para quienes ocupan sus camas y corto para quienes deben controlar la salud de sus pacientes. Porque el coronavirus tiene un componente imprevisible que provoca que algunos enfermos empeoren rápido. Por eso -añade José Antonio-, este hospital no es el típico en el que el médico pasa revista por la mañana y no lo vuelve a hacer hasta el día siguiente. “Aquí te vigilan constantemente”, apunta.
El enorme pabellón 9 de IFEMA alberga decenas de camas, divididas por sectores y compartimentos. Visto desde arriba, parece la secuencia inicial de la película El Apartamento, en el que decenas de trabajadores de una compañía aseguradora se distribuyen entre mesas que, una tras otras, conforman una especie de colmena. Aquí, los enfermos están distribuidos en filas que separan una serie de paneles. Cada cama está separada de la contigua por aproximadamente tres metros. En la parte superior, cuelgan carteles con los nombres de los ocupantes. En varias, hay papeles con los arcoíris que los niños dibujan y colorean para dar ánimos a quienes han sido atacados por la infección.
Los pacientes duermen, conversan o miran sus teléfonos móviles. Otros, pasean de un lado al otro del recinto. José Antonio afirma que una de las 'pruebas' que le propuso su médico para recibir el alta consistía en ir de una punta a otra y volver. Si al regresar daba un buen “índice de oxígeno”, le prometió que le mandaría para casa. Y así fue. Este lunes, cruzaba la puerta de la recepción del hospital de campaña entre los aplausos de un grupo de voluntarios.
Aplausos constantes
Las palmas de los presentes suenan cada vez que alguien obtiene el alta médica y esto ocurre 140 veces al día en IFEMA , tal y como reconoce el director del hospital, Antonio Zapatero. En una conversación de cinco minutos, explica que en este centro trabajan 390 médicos, 450 enfermeras, 350 auxiliares y 250 celadores. Se cambian en dos habitaciones gigantes, con cientos de taquillas y, quienes tienen contacto directo con sus pacientes, se equipan con trajes de protección que están coronados por una pantalla transparente con una forma similar a la que llevan los soldadores.
Son sus cascos dentro de esta 'batalla', que ha pillado desprevenida al mundo y que se ha cobrado miles de vidas en España. Según el Ministerio de Sanidad, 17.489. Muertes crueles, por ahogamiento en su mayoría, sin últimas palabras ni beso de despedida de familiares; y con un funeral con el aforo muy limitado. Tanto, que son muchos más los que faltan que los que están. El virus es contagioso y letal en muchos casos y eso ha generado miedo. Y esa es una variable que Zapatero afirma que se debe mantener bajo control.
“Cuando te dedicas a la medicina tienes que saber que puedes enfermar. Yo trabajé durante los primeros tiempos del SIDA, cuando no había tratamientos y era realmente mortal. Sabías que si te pinchabas con la misma jeringuilla con la que se había sacado sangre a un enfermo, podías morir en poco tiempo. Lo mismo con la tuberculosis y con esto”, expone. Desde luego, el miedo está en la calle y también en los hospitales. Lo tienen los enfermos, angustiados por las malas noticias que leen y escuchan; pero también los sanitarios. A fin de cuentas, son los soldados de esta batalla.
En uno de los sofás que se encuentra en el recibidor de IFEMA, de color verde, se encuentra una mujer de mirada dulce y cansada. De rasgos sudamericanos, nacida en Colombia. Se llama Lucely y trabaja para Clece, el gigante de servicios de Florentino Pérez que realiza desde labores de limpieza hasta de asistencia de ancianos. Lucely está fatigada, muy fatigada, aunque satisfecha por poder salir del hospital. Han sido nueve días los que ha pasado ingresada y todavía se nota que tiene flojera. Tampoco ha recuperado del todo el sentido del gusto y reconoce que la boca le sabe “todo el rato a manteca”. Algo difícil de describir, pues es una sensación recién descubierta.
Al igual que Agustín, peruano, también dado de alta este lunes, explica que los síntomas del coronavirus arreciaron durante una visita al supermercado. Entonces, se notaron muy fatigados y comenzaron a sospechar que estaban enfermos. Lucely destaca la cefalea que provoca la enfermedad. “Notas como que la cabeza se te partiera por la mitad y así pasas varios días”, lamenta.
Como estos dos ciudadanos, han sido más de 2.300 los que han abandonado este hospital desde que comenzara a funcionar. Al principio, en el pabellón 5 con lo mínimo. Después, en el 7 y el 9, mucho mejor equipados. En sus entrañas se ha improvisado un sistema de tuberías de cobre por el que circula constantemente el oxígeno, ese elemento que raciona el coronavirus. Esto provoca la sensación de constante fatiga y ahogo que describe Agustín. Esto, unido a la fiebre alta, genera un malestar y una debilidad que resume José Antonio: “Un paseo al baño puede llegar a parecerse a caminar 10 kilómetros. Esto te deja KO”.
Los enfermos recorren los alrededor de 500 metros de distancia que separan los pabellones de la recepción en alfombras metálicas, entre carteles que afirman: “¡Hoy vuelves a casa!”. A media mañana, salen tres hombres a la vez: uno moreno y fondón; otro, anciano y descamisado y otro, enjuto y emocionado. Un voluntario de IFEMA les da la “enhorabuena” y este último se emociona. Han sido 11 días los que ha pasado en el centro, luchando contra los embates del coronavirus, y al fin le ha llegado el turno de marcharse de allí. “He vuelto a sentir el aire en la cara”, dice poco después de echar a andar, con la cara inclinada hacia el sol, como quien busca reconciliarse con su entorno.
Es la cara amable de la Covid-19: la de aquellos que se recuperan y recorren, poco a poco, paso a paso, aún con las fuerzas mermadas, la distancia que separa los 'boxes' de la puerta del hospital. La pugna para vencer a este virus es dura, especialmente cuando el cuadro se agrava y se desarrolla neumonía, ese enemigo que resta efectividad a los pulmones. Lucely se expresa con claridad sobre la agresividad de esta patología: “Esto no es una gripe, es mucho peor; es horrible. De lo peor que he vivido”, afirma esta colombiana, quindiana, de la montaña.
Hasta que surjan tratamientos efectivos o una vacuna contra este virus, el mundo está condenado a vivir con un ojo puesto en esta infección, con una tasa de mortalidad elevada para los ancianos. Nadie sabe todavía cómo ni cuándo se volverá a la normalidad, pero este centro está preparado para una segunda o, quizá, una tercera oleada de la pandemia. De hecho, la instalación podría volver a erigirse en 24 horas.
Esta mañana, los militares ayudaban a construir una nueva dependencia. Algunos, paseaban de un lado al otro del recinto en grupos y coincidían en el área de descanso con las enfermeras, con los técnicos y con el personal de mantenimiento. El plato estrella del hospital de IFEMA es el bocadillo de calamares. Un producto del mar que es típico de Madrid. El tono verde del uniforme castrense que llama la atención en la sociedad civil, pero es habitual en España desde que se declaró el estado de alarma. Esta situación es excepcional: la gente vive recluida en sus casas, alejada de sus familias o pendiente de familiares enfermos, que pelean cada molécula de oxígeno. Otros, mueren. Los arcoíris apaciguan el malestar, pero no pueden ocultar el sufrimiento.
Quienes superan el coronavirus, lucen un aspecto enfermizo. Algunos, demacrado. El goteo de altas es constante en IFEMA. De ahí irán a sus casas, a pasar una nueva cuarentena antes de hacer vida normal. Si es que se podrá volver a hablar de eso algún día, dentro del medio plazo.
(Reportaje gráfico: Clara Rodríguez)