En estos días he percibido en colegas y conocidos, no necesariamente identificados con posiciones conservadoras, cierta decepción. No les ha convencido lo que pasó el domingo en Cataluña. El mejor resultado de un partido no nacionalista en la historia, la primera vez que desde 1980 los nacionalistas no tienen mayoría en el Parlament, y no estamos contentos. ¿Razón? Cualquier cosa menos darle a Pedro Sánchez un clavo al que agarrarse. Así estamos. Hasta ese nivel de absurdidad nos ha conducido la polarización extrema que el propio Sánchez se ha encargado de alimentar. Hasta ese punto de desconexión con la racionalidad nos ha empujado la política fratricida en la que estamos atrapados.
Desde 2017 al pasado domingo, el independentismo ha perdido cerca de un millón de votos. De superar en 2021 el 50% de las papeletas, los partidos que promueven la secesión de Cataluña apenas han llegado en esta ocasión al 43% del voto emitido, una cuarta parte del electorado. La sociedad catalana ha dicho basta. No más aventuras descabelladas. Hasta aquí hemos llegado. El procés ha muerto, y cualquier otra conclusión es secundaria. O interesada.
El 12M ofrece márgenes para que cada cual haga la lectura que más le convenga, y la que le conviene al conjunto de los españoles es que los constitucionalistas tienen en sus manos una nueva oportunidad
Nada de extraño tiene que Carles Puigdemont les venda ahora a los de su parroquia un nuevo delirio excluyente: “Un gobierno sólido de obediencia netamente catalana”. Él, que dejó tirado al gobierno de Pere Aragonès, viene a reclamar que Esquerra Republicana le ayude a enmascarar su propio fracaso. Puigdemont ha sido el vencedor de la liguilla menor que juega el mundo independentista. Pero si nadie vuelve a rescatarle, que ese puede ser el problema principal, se le acabará señalando como lo que ha sido, el primer responsable de la etapa más iracunda y decadente de la Cataluña moderna.
Diez años ya no perdidos, sino directamente tirados a la basura de la historia por unos dirigentes a los que, eso sí, debiéramos al menos reconocer el mérito de que el nivel de hartazgo que han sido capaces de provocar ha sido de tal calibre que la mayoría nacionalista en el Parlament ya no es tal. Es esta generación de políticos nacionalistas, la de los Puigdemont, Junqueras, Aragonès, Borràs, Turull, Rovira y unas docenas más, la que hoy ya forma parte del pasado, aunque sigan ahí, aunque instalados todavía en sus confortables cámaras de vacío, todavía no lo sepan. El riesgo es que haya otros que, más por interés que por descuido, prefieran no darse por enterados.
La némesis de Sánchez
Las elecciones al Parlamento de Cataluña las ha ganado Salvador Illa. Su perfil, tan identificable con eso que llamamos seny catalán, explica en gran medida un éxito que, no obstante, necesita de otros argumentos para mejor entenderse. El primero es que Illa era el único candidato con opciones de ganar al independentismo. Incluso gentes que en otros territorios votarían PP, en Cataluña han optado por Illa. El segundo argumento, por mucho que la derecha insista inútilmente en lo contrario, es que el filósofo por la Universidad de Barcelona y máster en Economía y Dirección de Empresas por la Universidad de Navarra (IESE), se ha sabido construir una imagen de buen gestor, aspecto este de su biografía muy valorado por quienes vienen sufriendo los efectos de una gestión pública deplorable.
Salvador Illa ha sido algo así como un repositorio de variadas congojas y sensibilidades. No es un dechado de coherencia, pero ha tenido la habilidad de dejar el trabajo sucio (amnistía, grotesco proceso de negociación con Puigdemont en Suiza, etc.) en manos de Sánchez. Frente a lecturas excesivamente lineales, Illa no es la mejor noticia para Sánchez, porque para muchos es la némesis de Sánchez. Cuestión de formas. Y no será el mesías del constitucionalismo, pero era y es la mejor opción de las posibles. Por eso ha sido quien mejor ha rentabilizado el hartazgo.
Quienes piensan que mejor hubiera sido que ganara Puigdemont, para elevar el nivel de confrontación y anticipar el fin de Sánchez, no debieran ser los encargados de manejar esta etapa que ahora se abre
El resultado de las elecciones catalanas ofrece sobrados márgenes para que cada cual haga la lectura que más le convenga. La que le conviene al conjunto de los españoles es que los constitucionalistas tienen en sus manos una nueva oportunidad. Y convendría no desaprovecharla. Eso deberían tenerlo presente todos, empezando por los dirigentes del PSC. El procés ha muerto, sí, pero el independentismo sigue ahí. Tocado, pero no hundido. Quienes piensan que mejor hubiera sido que ganara Puigdemont, al objeto de elevar aún más el nivel de confrontación y anticipar el fin de Sánchez, no debieran ser los encargados de manejar esta etapa que ahora se abre.
Los vientos parecen haber cambiado de dirección, como pasó en Quebec, como empiezan a hacerlo en Escocia. El 12 de mayo ha confirmado que también aquí se deshinchan las velas del secesionismo. Podemos favorecer la desinflamación o hacer justamente lo contrario. Podemos reanimar a Junqueras y Puigdemont o, con inteligencia, voluntad de restaurar, un mínimo consenso y una buena gestión, dar el primer paso para devolver a los independentistas al rincón que nunca debieron abandonar. Y un Partido Popular que ha salvado con brillantez el peligro de una irrelevancia perpetua en Cataluña, no debería quedar al margen de esa tarea.