Opinión

Cuando la Navidad peligra y el resto se puede ir al carajo

Todo parece indicar que los años venideros no serán 'normales'. En realidad, ya nada es como antes

  • En Madrid, hasta Don Quijote lleva puesta la mascarilla para protegerse del coronavirus.

Suena de vez en cuando a través de los auriculares la canción Cause, de Sixto Rodríguez, que taladra el alma con los dos primeros versos: “Porque perdí mi trabajo / dos semanas antes de Navidad”. La letra adquirió un especial significado hace unos días, cuando el Congreso aprobaba la prórroga de seis meses del estado de alarma y dejaba en el aire la cena familiar más importante del año, que es la del 24 de diciembre.

Son muchos los treintañeros 'de provincias' que engordaron Madrid tras la explosión de la burbuja inmobiliaria y que han asistido al levantamiento temporal de una frontera entre su hogar y su casa en el capital. Son los que vivieron (vivimos) el confinamiento como astronautas, en su pequeña burbuja de la 'almendra central', entre videoconferencias absurdas, problemas y calambrazos de ansiedad. Acaba Cause y Spotify redirige hacia la siguiente canción de la lista de reproducción, que es Rocket Man, de Elton John. “Rocket man / Burning out his fuse up here alone”.

Paseaba este domingo con un amigo y su hijo, que nació en marzo, en pleno estado de alarma, cuando el derrumbe ya había comenzado. Me decía que el muchacho era capaz de distinguir la alegría o el disgusto de la gente por la mueca de sus ojos, pues la boca no puede verla, dado que está cubierta por una mascarilla. Ha visto pocas bocas desde que nació y no se me ocurre mejor ejemplo de la forma en la que ha cambiado el mundo la primera gran plaga del siglo XXI, en la que el mundo se ha sumergido en esa caverna platónica en la que la sapiencia se basaba en indicios. Como los que percibe el chaval, que asocia la mirada achinada a la carcajada, pues los labios están cubiertos por un trozo de tela.

Plaga contemporánea

¿Verá ese muchacho alguna vez una calle con las bocas destapadas? Nadie lo sabe. La gran plaga de tuberculosis duró 200 años y extendió un manto negro sobre el Renacimiento, lo que deja una buena y una mala noticia: la positiva es que incluso en tiempos de calamidad es el hombre capaz de superarse. La negativa es que la calamidad a veces se eterniza.

Nadie sabe realmente cuánto tiempo durará esta pandemia, pero esta semana la jefa del grupo de trabajo de vacunas del Reino Unido, Kate Bingham, advertía lo siguiente en un artículo publicado en The Lancet: “No sabemos si alguna vez tendremos una vacuna. Es importante evitar la complacencia y el exceso de optimismo. Es probable que la primera generación de vacunas sea imperfecta, y debemos estar preparados para que no prevengan la infección, sino que reduzcan los síntomas y, aun así, es posible que no funcionen para todos o por mucho tiempo”.

Todo parece indicar que los años venideros no serán 'normales'. En realidad, ya nada es como antes. Hace unos días el carácter del que escribe estas líneas se agrió al descubrir a varias personas en una sala de cine sin mascarilla, con uno de esos cubos de palomitas gigantes entre los brazos. Luego, lo de siempre: cayó en la cuenta de que es un cascarrabias y se arrepintió.

Es fácil descubrir estos días por la calle a personas en pleno escorzo por mantener la distancia de seguridad con otro viandante; o a amigos que se saludan con el codo y viajeros de metro que exhiben gestos de terror cuando alguien pide paso para marcharse del vagón. La vida se ha convertido en una experiencia con olor a alcohol, pero no del divertido, sino del de hidrogel, que ejerce hoy de una especie de agua bautismal que está presente en cada rincón. Los restaurantes ya no son una experiencia plenamente placentera, pues los aerosoles acechan a los clientes y los dueños... La situación de sus dueños se resume en la fotografía de aquel tabernero aragonés que el otro día lloraba a la puerta de su negocio, desesperado por la situación.

La vida se ha convertido en una experiencia con olor a alcohol, pero no del divertido, sino del de hidrogel, que ejerce hoy de una especie de agua bautismal que está presente en cada rincón"

Quizá la renovación del estado de alarma para seis meses garantice que, en caso de que la situación de la covid-19 empeore, puedan aplicarse restricciones sin necesidad de bronca parlamentaria. Pero es evidente que no parece, a priori, la mejor idea. Sobre los dejes autoritarios del Ejecutivo ya se ha dicho todo en estos días atrás, si bien quedaron bastante claros cuando desde su entorno se afirmó que el motivo de extender durante medio año esta situación excepcional era, entre otras cosas, evitar sustos en el Parlamento cada 15 días.

Pero seis meses se antojan como un período demasiado largo en estas condiciones. No sólo porque abarcan la Navidad y la Semana Santa; sino porque serán los del frío, que no podrá combatirse esta vez con cercanía y que a buen seguro vendrán acompañados de algún tipo de confinamiento. Y suena otra vez Rocket Man. O Space Oddity, de Bowie.

Pensar en los ciudadanos

A veces es mejor renovar las penurias cada semana que saber que se van a extender durante seis meses más. A fin de cuentas, los ciudadanos estamos acostumbrados a echar la Primitiva todos los miércoles, lo que constituye un recordatorio de que en los últimos siete días hemos sido igual de pobres que en los anteriores. Quizá harían falta menos asesores con psicopatía y aprendices de brujo en Moncloa y más sociólogos que advirtieran de estas cosas. Pero claro, la humanidad y la empatía no ganan elecciones.

No deja de ser todo esto un síntoma de que gobiernan de espaldas a la gente. La que observa estos días, en la calle, un tosido como una amenaza bacteriológica. Es penoso, pero es así. En estas condiciones, conviene acabar con la mejor canción de todas, que es Coney Island Baby, de Lou Reed, en la que, desde la penuria, sobreviene la esperanza de que ella aparezca. ¿Quién? La salud, la normalidad...o quien usted quiera. ¿A quién espera usted ahora mismo?

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