Dicen que a perro flaco todos son pulgas, de ahí que los venezolanos se levantaran hace unos días y, al intentar conectar su plataforma de televisión DirecTV, vieran todos los canales en negro. La compañía multinacional estadounidense AT&T había cancelado las emisiones y eso dejó a los habitantes de este país sin una de las pocas ventanas mediáticas que escapaban a la propaganda populista gubernamental. Allí sintonizaban programas infantiles, algunos informativos internacionales y series de moda en todo el mundo.
La decisión viene motivada por el conflicto diplomatico entre Estados Unidos y Venezuela. La Administración estadounidense había obligado a DirecTV a sacar de su servicio satelital los canales Globovisión y PDVSA TV, de la empresa petrolera pública, y el Gobierno de Nicolas Maduro le había exigido volver a incluirlos en su servicio, so pena de imponerle fuertes sanciones. Finalmente, AT&T decidió clausurar el servicio, lo que provocó una sonora cacerolada en Caracas.
No se han alcanzado en España, ni mucho menos, las cotas de degradación institucional en las que Maduro y sus prosélitos han situado a Venezuela. Sin embargo, merece la pena hacer una reflexión sobre lo rápido que se esfuma la prosperidad cuando sobrevienen las crisis; y sobre la velocidad a la que avanza la malicia cuando las necesidades de supervivencia obligan a desviar la atención de los focos de toma de decisiones.
Lo que ha ocurrido en las últimas semanas en España debería, pues, impulsar una evaluación sobre el estado de la libertad de expresión en el país. Todavía resuenan los ecos de la campaña contra los bulos que puso en marcha el Gobierno hace unas semanas, como parte de esa estrategia incomprensible por la que se insistió en la necesidad de “remar juntos, en la misma dirección” para acallar las críticas y tratar de amilanar a las voces que señalaban los errores en la gestión de la pandemia.
Se culpó entonces a la “ultraderecha” de difundir calumnias en las redes sociales e incluso se denunciaron los hechos ante la Fiscalía. La tensión alcanzó su punto máximo cuando el jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil, José Manuel Santiago, aseguró en una rueda de prensa que el cuerpo trabajaba para “minimizar el clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno”. El Ejecutivo lo desmintió posteriormente, pero las declaraciones del ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, no distaron mucho de lo que aseguró Santiago.
La estrategia del populismo
En un país en el que una parte del periodismo acostumbra a tomar la información oficial como verdad absoluta, se corre el riesgo de que las noticias que no interesen al Ejecutivo sean vapuleadas por ese séquito de palmeros y lleguen al público contaminadas y minusvaloradas. Es la estrategia propia de los populismos; y no sólo ocurre en Venezuela, sino también en teocracias tan bien consideradas por los países occidentales como la de Arabia Saudí.
Sin ir más lejos, trascendía hace unas horas que los hijos del periodista asesinado Jamal Khashoggi habían disculpado a los autores del crimen, lo que les libra automáticamente de la pena capital. Claro, The Washington Post publicó hace más de un año que el corrupto régimen de Riad habría asignado sueldos y comprado propiedades a los descendientes del finado. Cosa que es de entender que habrá ayudado en su proceso de concesión del perdón.
Ese tipo de lisonjas ayudan casi siempre a conseguir aliados en los entornos donde no abunda el pan, como es actualmente el de los medios de comunicación. Hay que tener en cuenta que la crisis del coronavirus ha pillado a las televisiones en un momento complicado de transición, con los Netflix, Disney, Amazon y HBO conquistando poco a poco el terreno que habían ganado en el ámbito de la ficción; y con su negocio tradicional amenazado por la menguante inversión publicitaría. En esas condiciones, se entiende mejor el apoyo incondicional al Gobierno que algunos divos de tertulia mañanera han demostrado durante el estado de alarma.
La realidad de la prensa no es mucho mejor. De hecho, el cataclismo actual ha sobrevenido en un momento en el que las grandes cabeceras se encuentran en pleno desarrollo de sus muros de pago, con el que persiguen, en teoría, reducir sus dependencias de los grandes anunciantes. El problema es que el mercado está muy poco maduro y, con menos dinero en el bolsillo, difícilmente podrán convencer a muchos ciudadanos de a pie de suscribirse a estos servicios.
Ahora bien, está por ver si, de forma mágica y poco sorpresiva, desde las instituciones públicas no comienzan tarde o temprano a contratarse estos servicios de forma abundante, como complemento quizá a la publicidad institucional, que es el rancho con el que tradicionalmente se ha cebado a los amigos.
Un mal momento
Sería demasiado osado pensar que un país occidental va a llegar al punto de decadencia institucional que alcanzan las pseudo-dictaduras populistas. Sin embargo, conviene tener presente que la salud de los medios de comunicación es precaria en este momento histórico y eso bien podría ser aprovechado por gobiernos, empresas o fondos de colmillo afilado para empeorar la situación.
Durante las últimas semanas, Vocento, Godó, Unidad Editorial, Joly, Prisa o Editorial Prensa Ibérica han planteado Expedientes de Regulación Temporal del Empleo sobre sus plantillas. Algunos de ellos, durante las negociaciones, no pudieron comprometerse a mantener los contratos de todos sus trabajadores a medio plazo.
Los grupos de medios que cotizan en bolsa se han derrumbado en las últimas semanas y su situación financiera ha empeorado en casos como el de Prisa, donde en los últimos años se han completado varias ampliaciones de capital y rondas de refinanciación.
Si la salud de un país se midiera por la situación de sus medios de comunicación, se podría decir que España se encuentra en problemas. Su situación no es equiparable a la de Venezuela -y lo que ha quedado allí tras el apagón de DirecTV. Pero basta ver las maniobras del poder sobre RTVE o TV3 para darse cuenta de que el peligro acecha. Conviene tenerlo siempre presente.
El problema es que la denuncia no sólo se ve amortiguada hoy en día por el dinero de la publicidad institucional o el de los anunciantes. Lo peor es que hay medios que callan sobre las tropelías de otros por sentarse en sus mesas de tertulia. Así de bajo hemos caído.