Opinión

Un mundo en blanco

Suman ya 43 días de confinamiento. Hoy han salido a la calle los niños. Un mundo con patines, muñecas, pelotas... Un lugar en blanco. Un mundo sin enfermos ni ancianos. 

  • Una imagen de las ventas hace quince días. La otra, este domingo.

En sus cartas a Max Brod Kakfa escribió que un libro debía ser el hacha que rompiera el mar helado de nuestro corazón. En sus diarios, Susan Sontag aseguró que mientras siguiera sintiéndose paciente, el dolor nunca la abandonaría. En la masía familiar de Llorfiu, Josep Pla dijo haber encontrado una casa que le había salvado la vida. En realidad le resultaba un suicidio de a poco y que tomó forma en las notas de La vida lenta (Destino).

Todo en Pla es dietario, pero quizá en nosotros no. Ninguno de esos renglones —válgame Dios—, se parece a los que hoy juntamos nosotros. No somos luminosos. No estamos tocados por el perfume del obcecado. No somos ellos, pero compartimos una modalidad del confinamiento que padecieron: en ocasiones la literatura fue cárcel para Kafka, como lo fue la enfermedad para Sontag o el ocaso de aquella masía para Pla.

Una treintena de personas ensayaban el descofinamiento. Sacaban a pasear sus niños. Parecían felices, y me alegré por ellos. Puede salir bien o no...

Ellos buscaron belleza por elección, nosotros por supervivencia. Confinados, vulgares y domésticos, intentamos ver la vida como si la redescubriésemos. En sus diarios, los grades escritores nos hacen partícipes de lo que comen y beben, de las horas que duermen o de las visitas que reciben. Y sin embargo, se las apañan para que, en la hojarasca del día a día, surja su lucidez como algo extraordinario.

Sumo ya 43 días de un diario que, procuro, sea menos necio que yo. Le echo horas, Pero, como en el cuento de Horacio Quiroga, un picotazo acude al almohadón de mi cabeza: ¿Qué miras y por qué lo haces? ¿A quien importa el batín de tus miserias? ¿A qué se parece el mundo que vemos tras la ventanilla de nuestras casas?

El de este domingo era un mundo repleto de panitetes, de muñecas, pelotas y niños. Un lugar blanco, sin viejos ni sin enfermos

Estando confinados en condiciones similares: nadie nos bombardea, tampoco hay toque de queda y es posible conseguir comida y gasolina sin que nadie nos descerraje un balazo. Podemos tener pisos más o menos grandes, pero todos ellos seguros. Por eso creo, a veces, que conviene mirar lo feo y lo roto. Es lo único que iguala a los enfermos de los sanos. Es lo más cercano a una cicatriz que podremos tener.

Hace dos semanas atravesé la plaza de Toros de las Ventas. Rodeada apenas por sus fantasmas, miré el edificio y pensé  en el estribo del que se arrojan los banderilleros para hacer el avión. Puede salir bien o no: depende del viento, del toro, de la arena, del torero. Quince días después, volví al coso. Una treintena de personas ensayaban el descofinamiento. Sacaban a pasear sus niños. Parecían felices, y me alegré por ellos. Puede salir bien o no. 

El de este domingo era un mundo repleto de panitetes, de muñecas, pelotas y niños que esperan del mundo lo mismo que antes de que todo esto ocurriera. Un lugar en blanco, sin viejos ni enfermos. Un mundo higiénico en el tumulto de la infección. En el mundo que está llegar habrá caminantes, gente que saldrá a dar paseos sin propósito. No es la vida de antes, pero es vida. Un mundo en blanco. Puede salir bien o no. 

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