Hay un dato llamativo en las estadísticas nacionales sobre cifras de contagiados y fallecidos por coronavirus. Portugal y Grecia, dos países de la Unión Europea que no se sitúan entre los ricos y que fueron duramente castigados por la crisis financiera de 2008, han manejado la pandemia con mayor eficacia que otros más prósperos. Portugal registraba el pasado viernes 854 fallecidos, es decir, 83 por millón de habitantes, y Grecia 127 víctimas mortales del COVID-19, lo que representa 12 por millón de habitantes. Estos números se comparan favorablemente con los de Alemania, uno de los Estados Miembros de mayor PIB per cápita, que arroja 5575 fallecidos, que se traducen en 67 por millón de habitantes. Si pasamos a España, nos encontramos -dando por válidos los datos oficiales, que es mucho decir- con un total de 22524 muertos, lo que significa 478 por millón de habitantes. No sólo ocupamos el puesto de cabeza mundial en este fúnebre indicador, sino que nuestra tasa de mortalidad en función de la población es unas seis veces peor que la de Portugal y cuarenta veces peor que la de Grecia.
Dadas las marcadas similitudes culturales y de hábitos sociales de estos tres países de la Europa meridional, la ventaja de España respecto a los otros dos en renta per cápita y la teórica superior calidad de nuestro sistema sanitario sobre los de Portugal y Grecia, habrá que buscar una explicación plausible a estas llamativas diferencias a favor de estos dos socios que han sabido enfrentarse a la pandemia con un nivel de eficacia que nos ha de producir, además de una profunda tristeza, una considerable vergüenza.
Otra circunstancia interesante es que los Gobiernos de Portugal y Grecia son de color ideológico netamente distinto. Nuestro vecino occidental tiene un Ejecutivo socialista con apoyos puntuales de la extrema izquierda y en Grecia es la fuerza de centro-derecha Nueva Democracia la que ostenta la mayoría. Por consiguiente, no parece que la ubicación en el espectro político sea un factor relevante a la hora de exhibir una buena gestión de la crisis sanitaria que atravesamos. A la búsqueda, pues, de elementos que nos iluminen para entender este curioso fenómeno, ofrece buenas pistas una consulta a las biografías de Antonio Costas y de Kyriakos Mitsotakis, comparadas con la de Pedro Sánchez.
Lo primero que se observa es el contraste entre la solidez de los currículos académicos de los presidentes de Gobierno griego y portugués frente a la frágil y turbia formación universitaria del inquilino de La Moncloa. La segunda pista a tener en cuenta es la larga y demostrada experiencia de gestión de los mandatarios griego y portugués, más centrada en el sector público en el caso de Costas y con mayor recorrido en el privado de Mitsotakis, que hace palidecer la nula trayectoria de Sánchez en puestos destacados de responsabilidad antes de encaramarse a la Secretaría General del PSOE.
Carmen Calvo, la de “el dinero público no es de nadie” y “Pixie y Dixie”, nos hizo saber que la asistencia a la manifestación feminista del 8-M era cuestión de vida o muerte para las mujeres
Y la tercera radica en el nivel medio de los ministros de los Gabinetes luso y heleno debidamente contrastado con el variopinto grupo de integrantes del Consejo de Ministros español que -salvando unas pocas excepciones- no impresiona precisamente por su altura intelectual ni por su manejo de la sintaxis. Con decir que la vicepresidenta primera dijo en cierta feliz ocasión que nuestra lengua abunda en “anglicanismos”, que el vicepresidente segundo afirmó tan satisfecho que la teoría de la relatividad fue formulada por Isaac Newton, que la titular de Hacienda en sus forcejeos neuronales para justificar el desliz de sinceridad del general Santiago se refirió al “marco del contexto” y que el propio presidente del Gobierno tuvo el detalle de comunicarnos que Antonio Machado nació en Soria, no queda mucho más que añadir.
En una de sus célebres aportaciones al pensamiento universal, Carmen Calvo, la de “el dinero público no es de nadie” y “Pixie y Dixie”, nos hizo saber que la asistencia a la manifestación feminista del 8-M era cuestión de vida o muerte para las mujeres. Esta dramática admonición la realizó en televisión en horario de gran audiencia tres días después de que el Gobierno recibiera el aviso del Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades sobre la conveniencia de evitar acudir a actos multitudinarios y mantener el distanciamiento social. Como sería absurdo suponer que el Gobierno deseaba conscientemente enviar a miles de españoles al contagio y eventualmente a la muerte, la conclusión no puede ser otra que, por expresarlo de la manera más piadosa posible, dan de sí lo que dan y lo que dan es poco.
Alguna vez he reflexionado en esta columna dominical y en otros marcos -o contextos, pero nunca en marcos de contextos ni en contextos de marcos- en torno a las causas por las que en España, de forma creciente desde la Transición, la probabilidad de que los mejores lleguen a las cúpulas de los partidos ha ido decreciendo y la de que se aúpen los peores aumentando y, por tanto, no se trata de repetir aquí lo ya expuesto. Sin embargo, sí es esencial tener presente que a partir del drama que estamos viviendo y con vistas al futuro, en el momento de coger la papeleta de voto, sea cual sea nuestra inclinación ideológica, por favor consideremos si el o la número uno de la lista que elijamos ha demostrado previamente que es capaz de hacer algo útil en la vida más allá de brujulear por los pasillos de la sede partidaria, intrigar en los cenáculos o adular a los jefes. Fijémonos bien en su vida previa, porque nos va en ello la nuestra.