El Palacio de Hielo de Madrid ha dejado de funcionar como morgue. Fue la primera de las tres que el gobierno regional habilitó. Abrió sus puertas el noveno día del estado de alarma, esos días en los que la muerte se abalanzaba a la yugular de la ciudad. No sé si alguien volverá a patinar ahí. Tampoco sé si tiene sentido preguntárselo ahora.
En el número 77 de la calle Silvano aún permanece la pista y sobre ella los felpudos de falso césped para apoyar los más de 1.100 ataúdes que llegaron hasta ahí. La hierba plástica sobre las placas de hielo le da el aspecto de un damero de ausentes. Se cumplen ya 39 días de confinamiento. Sí, 39, aunque cueste hacerse a la idea. En cuarentena el tiempo acaba midiéndose en fantasmagorías.
Aún permanecen la pista y los felpudos de falso césped. La hierba plástica sobre las placas de hielo le da el aspecto de un damero de ausentes
Hoy en Madrid circulan más coches, pero los furgones funerarios siguen siendo mayoría. Se les ve a unas horas extrañas, entre las tres y las seis de la tarde, como si la siesta del confinamiento los ayudara a pasar inadvertidos. Son unas furgonetas oscuras y feas. Tienen los cristales tintados y atraviesan Alcalá con su aspecto de cucarachas.
Hoy he visto dos, a la misma hora, en dirección M-30. Ignoro si venían de… o si se dirigían hacia. Ir a la muerte y volver de ella. Repartirla, administrarla y gestionarla. De eso se trata. Me consolé mirando los jazmines que emborrachan con su perfume algunas calles del barrio. Perdidas sobre la acera, reverdecen el ánimo.
Desde el fin de la hibernación económica, en Madrid circulan más coches, pero aún los furgones funerarios siguen siendo mayoría...
Me cuentan que en Sevilla los naranjos desprenden un olor tibio y que las jacarandas pronto estallarán con sus flores azul violáceo. En tiempos donde lo bello también está confinado y la lavadora ha convertido los vestidos en un sayo, una sensación de penitencia lo exprime y lo recorre todo. Llega la primavera, se derrite el hielo y los fresones se hinchan, porque no hay quien los recoja.
Cuarenta días, o casi. Cuando mi amiga y editora Eva comenzó el confinamiento, del árbol de su esquina salían apenas unos brotes tímidos. En estas semanas, cuenta ella, los dos han cambiado. Ella se ha ido metiendo hacia adentro y él se ha expandido hasta ganar la calle. Ella se ha quedado sin palabras y él se ha cubierto de flores. Y mientras Eva dice haber perdido toda la energía, el árbol la derrocha. No sabe cuándo podrán acompasarse de nuevo. Yo tampoco.