Como usuario de la sanidad pública, y contando entre mis más queridos amigos con numerosos médicos, he de decirlo: asegurar que teníamos la mejor sanidad era una ejercicio demagógico atroz, amén de una burla terrible hacia quienes tienen en sus manos la responsabilidad –terrible privilegio– de cuidar de nuestra salud. Hace años que los sucesivos gobiernos, tanto nacionales como autonómicos, se durmieron en los laureles del recorte, la falta de inversión y la reducción de plantillas. Los que se jubilaban no veían sus plazas cubiertas por otros médicos y la ratio de paciente por facultativo fue empeorando. En 2018, España ocupaba, según la OMS, el vigésimo lugar del mundo en número de médicos por habitante, con un 3,9% frente al 4,2 de Alemania o el 4,4 de Portugal. Una caída de trece puestos, sumada a los ocho puntos también perdidos en enfermeras. En seis años, la media se había precipitado de manera suicida.
Dicho estudio, elaborado entre 194 países, alertaba de la caída de nuestro país del puesto séptimo hasta ese vigésimo que demostraba la poca preocupación que suscitaba en los gobiernos la salud pública. Algunos, en aquel momento, intentaban edulcorarnos la píldora argumentando que en 87 países disponían de menos de un médico por mil habitantes. Magro consuelo, puesto que ya se ha visto todo lo que se recortó entonces, añadiendo el desvío hacia una sanidad privada que no es más que negocio, como es de necesaria cuando pintan bastos a un sistema de salud público fuerte, dotado de medios y profesionales.
Y conste que no quiero con esto desmerecer ni un ápice el increíble servicio que el personal sanitario está haciendo, al contrario. Su entrega, su valor, su heroicidad y su generosidad son tan evidentes que basta solo con ver las cifras de infectados por el coronavirus para comprobar hasta qué punto son capaces de arriesgar sus propias vidas para salvar las de los demás. Digo que son ellos mismos quienes nos llaman la atención acerca de la terrible precariedad en la que tienen que desempeñar su trabajo. Sería ocioso hablar ahora de falta de tests, de mascarillas, de equipos. Sabemos ya lo suficiente como para poder afirmar que los hemos dejado en pelotas ante la posibilidad de ser infectados. También juzgamos inútil destacar la desigualdad territorial existente en esta materia, que debería ser competencia exclusiva del Estado en aras de una mayor eficacia y, no en menor medida, de la imprescindible equidad en el acceso a la sanidad de todos los ciudadanos. No pocos de los desbarajustes que hemos vivido con estupor estos días se deben precisamente a esa mal llamada coordinación con las comunidades autónomas, auténticos reinos de taifas en materia de salud, que han entorpecido no poco las decisiones urgentes que debían adoptarse de manera rápida.
Aplaudirlos está bien. Pero es mucho mejor presionar socialmente a quien es responsable para que, además de loar su heroicidad, no les condene a morir
Que tenga que venir el Tribunal Supremo a conminar al ejecutivo para que proteja a los médicos lo dice todo. Son 31.053 contagiados por el maldito virus. El tribunal constata que no han contado con las medidas necesarias, baldón tremendo para cualquier gobierno que se precie. Los han enviado al frente sin armas, a sabiendas. Me recuerda aquella película ambientada en la primera guerra mundial, “Senderos de gloria”, en la que el mando ordena a la tropa que ataque aun conociendo perfectamente que los van a masacrar. Así lo denuncia Médicos Unidos por sus Derechos, que, en declaraciones a este diario, decían: “Estamos literalmente muriendo y viendo como mueren nuestros familiares, seguramente contagiados por nosotros mismos al no tener material de protección adecuado”.
Aplaudirlos está bien. Pero es mucho mejor presionar socialmente a quien es responsable para que, además de loar su heroicidad, no les condene a morir.
Ministro Illa, se lo digo a usted, por si no lo ha pillado.