El confinamiento que ya dura treinta y dos días nos arroja más dudas que certezas. Nos muestra las profundas contradicciones con las que vivimos y nos hace habitar inmersos en esa incertidumbre viscosa sobre qué pasará mañana y, sobre todo, cómo será todo cuando esto termine, si es que termina. Pero entre tantas dudas aparece alguna que otra verdad absoluta. Una de ellas es que no todo el mundo está hecho para cantar o tocar un instrumento. Otra es que la música se escucha mejor en la intimidad. Duele decirlo porque nada hay más amargo que lastrar las ilusiones de los demás, y más cuando hay buenas intenciones en juego, pero la realidad es así de cruda.
En nuestro edificio hay un vecino que no canta como los ángeles, ni mucho menos, pero disfruta haciéndolo como si fuera una estrella del pop. No es que se le escape algún gallo, es que entre tantos gallos se le escapa algún acierto. Un servidor pensaba que desafinaba hasta que escuchó esa voz inconfundible. Cada mañana, a eso de las doce, este señor decide alegrarnos el día con su repertorio. No se asoma al balcón o la ventana, sino que canta en su salón sin dejarse ver. Acaso busca que no lo identifiquen porque sabe que no está dotado para el canto.
Durante las dos primeras semanas, tenía su gracia escucharlo. "Ya está otra vez el ganador de treinta Emmy". "Hoy nos deleita con sus grandes éxitos". Después de tantos días la cosa empezó a ser menos divertida, porque esa voz disonante empezaba a sonar hostil. Ahora, en la quinta o sexta semana -he perdido la cuenta-, sus desafinaciones ya son demasiadas para soportarlas. No es que cante peor que al principio, porque eso es imposible, sino que ya ha saturado al vecindario.
Aún es peor lo de la amante del reguetón que vive en el edificio contiguo. Todos hemos disfrutado alguna vez de los ritmos trepidantes del perreo, sobre todo en noches de alcohol y desenfreno, pero lo de esta señora roza la obsesión. Cada tarde, en torno a las 15.00 horas, justo cuando algunos intentamos trabajar aprovechando la siesta del enano, empieza la fiesta. Lo que ella parece ignorar es que es sólo su fiesta, no la del resto. Tal vez pretenda también que los demás participemos de la farra, pero no creo que sea el momento para tal menester.
No vamos a debatir a estas alturas sobre las letras de este tipo de música. Esto es un problema meramente de volumen. Celebro que estos ritmos deleiten a la vecina y a quienes vivan con ella. Pero no ayuda a la concentración para escribir escuchar a Don Omar, Maluma y Daddy Yankee como si estuviéramos en primera fila de uno de sus conciertos. Al principio deduje que la joven ponía reguetón a esas horas porque llegaba a casa tras el trabajo. Solo por eso, por trabajar fuera de casa en plena reclusión, la respetaba. Pero tras comprobar que nos hace escucharlo también en domingos y fiestas de guardar, a mis oídos no les queda empatía que sentir.
Lo imperdonable era, es y será el ruido. No podemos aguantar a esa pareja que se pone a montar muebles como si no hubiera mañana
La música, aunque suene mal, se soporta mejor que el ruido puro y duro. En estos días distópicos se habla mucho sobre la naturaleza de nuestros vecindarios porque por fin conocemos a sus moradores. Se han desatado los sentimientos más hermosos -esa solidaridad de los aplausos, esa biblioteca que un vecino improvisa en el portal, esos carteles que ofrecen ayuda al anciano solitario- pero también se han despertado los peores instintos -esos gritos delatores desde los balcones, esos que se saltan la reclusión o esa deleznable pintada en el coche de una sanitaria-. Sin embargo, quizás el principal termómetro para medir a los vecinos esté en los ruidos.
La impericia de los cantantes y músicos frustrados se puede perdonar. Incluso el volumen tan alto como el de nuestra reguetonera impenitente se puede obviar. Además, es justo señalar que hay muchas personas que ahora salen a sus balcones a tocar instrumentos y lo hacen divinamente, como el acordeonista que nos alegra cada tarde. Lo imperdonable era, es y será el ruido. No podemos aguantar a esa pareja que se pone a montar muebles como si no hubiera mañana, esa obra que acaban de retomar en la calle o ese otro vecino adicto a poner Resistiré a deshora. Lo paradójico es que este miércoles nos enterábamos de que el ruido de fondo ha caído un 30% en todo el mundo debido a la falta de actividad por el coronavirus. O sea, hay menos ruido que nunca pero nos molesta aún más que de costumbre porque estamos confinados.
Está claro que la reclusión encona nuestros sentimientos. Porque si uno lo piensa, seguro que el habitual ruido de la calle de un día laborable -con esos coches y esos cláxones y esa gente que grita por el móvil- es más ensordecedor que lo que ahora escuchamos en casa. Además, todos somos culpables porque no somos conscientes de cuánto ruido hacemos y cuánto molestamos. Al escribir esto he caído en la cuenta de que cuando nuestro hijo toca la batería y produce ese sonido indefinible, nuestros vecinos seguramente pensarán de nosotros que somos horribles. Y no es para tanto, creo.