Érase una vez un presidente llamado Pedro Sánchez con un ego desmesurado que no sabía gobernar. Pedro no tenía ni idea de cómo gestionar un país, pero el poder le encantaba. Se hacía llamar a sí mismo “Mi Persona” y se rodeó de un séquito de aduladores integrado por ministros, periodistas, artistas e influencers mediáticos dispuestos a alabarlo hasta la náusea a cambio de las migajas del poder que Pedro compartía con ellos.
Para que el pueblo no se percatase de su incapacidad para gobernar, Pedro decidió entretenerle con relatos épicos en los que él fuese el protagonista. Así que decidió contratar al mejor cuentacuentos del país y lo llevó a vivir junto a él al palacio de la Moncloa. Se llamaba Iván y era un hacedor de fábulas extraordinario. Convenció a los ciudadanos españoles de que les asediaban temibles enemigos como el neoliberalismo, la derecha, el cambio climático o la violencia de género. Y de que sólo Pedro con sus ministros, enfundados con sus armaduras de lo políticamente correcto, podrían salvarles entregándoles su libertad a cambio de seguridad. Así que el Gobierno declaró la emergencia climática, decretó la alerta antifascista y se dispuso a combatir los feminicidios. El pueblo suspiró aliviado y agradecido: cierto es que sus gobernantes cometían escandalosos excesos, pero era el precio a pagar por el bien común.
El crítico era acusado de ser un fascista liberal crispador y corrupto, adorador de Franco, amante de las catástrofes medioambientales y defensor de machistas maltratadores
Si alguien acusaba a Pedro de mentir, exagerar o cuestionaba la efectividad de sus medidas, los escribanos de Iván se ponían manos a la obra para identificarlo con el enemigo. El crítico era acusado de ser un fascista liberal crispador y corrupto, adorador de Franco, amante de las catástrofes medioambientales y defensor de machistas maltratadores. Así, poco a poco, Iván consiguió que la gente identificase al enemigo con la oposición. Que asumiesen que la manera más efectiva de derrotar al mal era hacer desaparecer al rival político.
Marchas feministas
Estaban tan henchidos de sí mismos que decidieron alardear de su poder convirtiendo las marchas contra el enemigo climático y machista en auténticas manifestaciones contra la oposición. Para practicar, celebraron una Cumbre del Clima en la capital del país. Como les salió relativamente bien, decidieron que estaban listos para embarcarse en la que sería su obra cumbre, aquélla con la que desarmarían completamente al adversario: las marchas feministas del 8-M. Así que se pusieron manos a la obra. Durante meses el país no habló de otra cosa que no fuera la ley anunciada por la ministra de Igualdad con la que por fin se derrotaría al malvado machismo. La norma era una chapuza legislativa, pero daba igual: no pretendían que funcionase, sino que sirviese de coartada para que el Gobierno se pudiera colocar tras la pancarta, convirtiendo así una marcha reivindicativa contra el gobierno en una manifestación gubernamental contra la oposición.
Pero hete aquí que, semanas antes de la representación de la pantomima final, un virus llegado de tierras lejanas empezó a matar a la gente en un país cercano. Lo llamaban coronavirus. Numerosos científicos informaron al gobierno de Pedro del peligro que se ceñía sobre su pueblo, le instaron a declarar la emergencia sanitaria, a cancelar las manifestaciones del 8-M y otros eventos multitudinarios para evitar los contagios y también le avisaron sobre la necesidad de adquirir material para los profesionales sanitarios del país. Pero Pedro y su gobierno se negaron a escucharlos: había que celebrar los fastos del 8-M por todo lo alto. Así que ridiculizaron y ningunearon públicamente a quienes advertían sobre los riesgos del coronavirus y no sólo no suspendieron las manifestaciones, sino que animaron a la gente a acudir en masa.
Tenía que gestionar, que gobernar, pero no sabía. Confinó a la población en sus casas, muchos negocios cerraron y los hospitales y morgues se desbordaron. La gente comenzó a desesperarse
Un par de días después de la marcha del 8-M, el país se encontraba sumido en el más absoluto caos. Los ciudadanos españoles comprobaban impotentes cómo un virus segaba la vida de familiares y compatriotas mientras su gran héroe, ese que les había prometido que vencería contra la plaga fascista, machista y climática, era incapaz de reaccionar. Tenía que gestionar, que gobernar, pero no sabía. Confinó a la población en sus casas, muchos negocios cerraron y los hospitales y morgues se desbordaron. La gente comenzó a desesperarse y a exigirle responsabilidades por su ineptitud.
Así que Pedro le encargó a Iván el mayor relato político jamás contado. Uno que convenciese al pueblo de que nadie advirtió al Gobierno sobre el coronavirus, que nada de lo que estaba sucediendo se podía prever. Uno que personalizase la lucha contra la enfermedad en el presidente y que transformarse las críticas a su gestión en una muestra de deslealtad al país. Uno que inundase las televisiones de propaganda motivacional que persuadiera a los ciudadanos de que eran héroes en la lucha contra el virus y no víctimas de una nefasta gestión gubernamental. Uno que les instase a renunciar a su individualidad en pos del colectivo, convirtiendo al Estado en propietario de sus derechos y encumbrando lo público como la solución milagrosa de la pandemia. “Todos formamos parte de un mismo cuerpo”, repetía Pedro en una de sus comparecencias ante la nación.
Pedro adora el poder. Y concibe lo público como una herramienta para consolidarlo y aumentarlo, y no como un instrumento que garantice la libertad y seguridad de los gobernados. Y la pandemia es la excusa perfecta para acrecentarlo mientras su relator oficial entretiene al pueblo con historias.
Aunque aún no sabemos cómo termina la fábula, sí podemos extraer una moraleja: hasta en las circunstancias más excepcionales debemos permanecer vigilantes y críticos con el poder, para que no inocule en nuestra sociedad el virus antidemocrático.