Fragilidad. Esa es la palabra que mejor define lo que nos está pasando por culpa de este perverso coronavirus. Frágil era nuestro modo de vida aunque nos creíamos inmunes a las pandemias y otras desgracias colectivas. Frágil era esa economía que este trimestre iba a crecer a no sé cuánto por ciento y ahora se derrumba a marchas forzadas. Frágil era un sistema sanitario que está lleno de héroes, sí, pero vacío de materiales para combatir al bicho, y repleto de camas, sí, pero huero de respiradores para salvar vidas. Frágiles eran todas esas creencias que componían nuestro cómodo mundo. Y frágiles eran esas rutinas tan sencillas como comprarse un pack de tus cervezas favoritas en el supermercado.
En las cosas sencillas es donde más y mejor cuenta nos damos de nuestra súbita vulnerabilidad. Este jueves, duodécimo día de reclusión, visité el supermercado en busca de provisiones para sobrevivir otra semana encerrados. Imagino que por deformación profesional —la curiosidad de un periodista nunca desaparece— mientras iba comprando víveres (entre ellos, 10 kilos de tierra para el jardín improvisado donde el retoño se entretiene) me dedicaba a buscar también estantes vacíos. Me sorprendió que hubiera mucho más papel higiénico del que esperaba. En las baldas del aceite encontré importantes huecos, pero sobre todo escaseaban botellas de las marcas más baratas. Las únicas estanterías completamente vacías eran las de la cerveza.
Me hizo gracia pero pensé que podría ser pura casualidad. Al llegar a casa gugleé —la RAE no admite este término pero tendrá que hacerlo— y encontré una noticia publicada en este mismo diario que señala que la compra de cerveza se ha disparado un 78% en estas semanas. O sea, es verdad que los ciudadanos han adquirido masivamente la bebida que más castigará sus vientres en estos días de confinamiento.
Ya sabíamos que siempre, hasta en medio de las peores desgracias, hay gente que hace negocios redondos. Es algo consustancial a nuestro sistema económico. Me barrunto que las empresas de reparto o de canguros de niños están haciendo el agosto, pero quien se está forrando son los vendedores y productores de cerveza. Ahora también sabemos que en este país es posible restringir la libertad de movimiento de 47 millones de personas y, por inconcebible que nos resulte, incluso es factible vivir sin fútbol, pero la cerveza no puede faltar en cada nevera.
Lo que ocurre con la cerveza entronca con una sensación que muchos hemos tenidos estos días: el confinamiento te ayuda a discernir qué es exactamente lo necesario y qué es lo accesorio. O, mejor dicho, el coronavirus nos ha estimulado para invertir los criterios que utilizábamos a la hora de priorizar. Para hacer la compra y para todo lo demás.
Así hemos aprendido, por ejemplo, que el papel higiénico es un bien de primera necesidad que antes comprábamos sin pasión ni importancia algunas, incluso con cierta vergüenza, y ahora mostramos como un botín en vídeos y selfies absurdos que compartimos compulsivamente. Hemos entendido que tener una terraza en el piso te convierte en un privilegiado, aunque esa zona sea un nido de objetos inservibles y basura acumulada. Hemos comprendido por fin que, pese a este alucinante sobresalto, debemos valorar la suerte que tenemos por vivir en esta parte del mundo. Y hemos confirmado que tener buena salud es lo único importante.
La principal enseñanza es que todo era, es y seguirá siendo demasiado frágil. Pero tenemos cervezas en la nevera. Aunque yo, al final de la jornada, agotado después de tanto juego con el enano, de tantas malas noticias y de tantas horas encerrado, necesito algo más fuerte. Prefiero tomarme un gintonic.