Hace ocho días el gobierno italiano cerró las escuelas y universidades para evitar la propagación del coronavirus, que se había manifestado en focos muy agresivos de la región norte del país. El problema con las medidas de contención es que pocos ciudadanos las acataron, incluido el cierre de Lombardia. Hoy el país entero está en cuarentena, con los comercios cerrados y el sistema sanitario colapsado.
Esa misma semana, convertido en un niño de San Ildefonso del Apocalipsis, Ferreras cantaba cada nuevo caso de coronavirus en España como si de un décimo se tratara y Fernando Simón llamaba a una calma que tenía más de pusilánime que de científica. Para el director del Centro de Coordinación y Emergencias Sanitarias asistir a una concentración multitudinaria era un asunto de la libertad individual e ideológica, no de salud.
Acostumbrados a los derechos, los ciudadanos se mostraron entumecidos al momento de honrar sus deberes
Reducido a un asunto de las teles, el coronavirus parecía cosa de alguien más. Algo que sólo ocurría a los chinos, que por comunistas, aíslan poblaciones a la fuerza y construyen hospitales en dos semanas. Se expandió la psicosis, también la propaganda. Con el paso de los días, la ciudadanía parecía dar la razón al argumento de lo autoritario. Acostumbrados a los derechos, los ciudadanos se mostraron entumecidos al momento de honrar sus deberes.
Pasó el fin de semana, Javier Ortega Smith e Irene Montero contagiaron, a diestra y siniestra. Cuando llegó la verdad, salir corriendo a asaltar los supermercados no corregía el problema de fondo, esa lenta infección de la cosa pública que transformó al gobierno en mudo y a los ciudadanos en aglomeraciones. Por eso ahora, como el Cándido de Voltaire, conviene volverse sabio a nuestras expensas.
La ciudadanía parecía dar la razón al argumento de lo autoritario. Como el Cándido de Voltaire, conviene volverse sabio a nuestras expensas
No le digo que se resigne, tan sólo que piense. El poder de la mayoría no radica en aglomerarse en Gran Vía o esperar del Estado la multiplicación de las camas y las mascarillas. Tampoco le pido que permanezca indolente, pero sí que ejerza la responsabilidad de abandonar esa ingenuidad que lleva a las sociedades a creerse perfectas e inmejorable, inmunes incluso, a los asuntos del caos.
Entre la cuarentena y la cuaresma, mejor blandir el sentido común que la pancarta. Es preciso ahora elegir el deber por encima del haber. Abrazar y acatar la razón en lugar de esparcir el virus de la indolencia. Moverse lo menos posible en la cuerda floja del pánico o la picaresca y ponerse a cubierto de una infección que llevaba ya mucho tiempo incubándose: la idea de lo público como aquello que no pertenece a nadie. Más vale prevenir que colapsar. Somos libres de hacer, pero no de infectar a los demás. Lo nacional, lector, empieza en casa.