Cuando vi la noticia pensé inmediatamente en esos gilipollas que hacen disparates para grabarlos con el móvil y subirlos luego a las redes sociales. Son “retos” que se convocan por ahí, nadie sabe bien cómo; eso empuja a un quinceañero que usa la cabeza solamente para sujetar la gorra a subirse al techo de un tren y a saltar de vagón en vagón (todo un clásico de los western) para fardar luego con los colegas. Más de uno ha acabado dejándose los inútiles sesos en la catenaria o en el frontal de un túnel. No seré yo quien les compadezca.
Hay gente, pues, que hace estupideces para presumir, jugándose la vida o no, y reconozco que cuando vi la noticia dediqué un rato a buscar por internet la escenita del bobo de turno echando pintura blanca sobre las tumbas de Dolores Ibárruri, Pasionaria, y de Pablo Iglesias el Bueno (es que hay dos), el fundador del PSOE. No encontré nada. Pronto caí en la cuenta de que tal barrabasada era algo más que una memez de adolestontos. Primero, porque hacer eso no conlleva el más mínimo riesgo: es la cosa más fácil del mundo entrar en el Cementerio Civil de Madrid, que en invierno apenas recibe visitas y que no tiene casi vigilancia, y hacer lo que uno quiera con las tumbas. Las de Pasionaria y Pablo Iglesias son de las más hermosas y también de las más llamativas. No son nada difíciles de encontrar. Cualquiera puede entrar allí a echar pintura y estarse media hora enredando sin que nadie le diga nada. Eso no tiene gracia en internet.
Es otra cosa. Es la cultura de la muerte, la glorificación de la muerte. O, por mejor decir, la negación de la muerte.
La presencia de la muerte divinizada nos aplastaba a todos: teníamos una deuda eterna de gratitud con los cadáveres, pero solo con la mitad de los cadáveres
El de Franco era un régimen eminentemente funeral. Lo fue desde el principio. José Antonio Primo de Rivera fue fusilado el noviembre de 1936, pero durante años se mantuvo en España el culto al “Ausente”, a la presencia constante y sacral del mito de la juventud cuya fuerza luminosa es capaz de vencer a la muerte misma. Algo parecido pensaban los egipcios de varios de sus dioses, y Franco, como Jufu (se le conoce como Keops), también construyó su propio monumento fúnebre, que, si le quitas la cruz, recuerda vagamente al de Deir el-Bahari.
Juventud y muerte amalgamados en un solo artefacto. Los chavales que íbamos a los campamentos de la OJE nos pasábamos la vida cantando a los muertos del régimen, a los caídos; para negar su muerte los aclamábamos, una y otra vez, como presentes, y así su imagen espectral se perpetuaba y nos sepultaba a todos con ellos. También a nosotros, niños de catorce años que gritábamos aquel presen… ¡tes! como si fuera pecado, delito o sencillamente imposible creer en otra cosa, ya que lo gritábamos tantos y tan fuerte. La presencia de la muerte divinizada, y por lo tanto negada, nos aplastaba a todos: teníamos una deuda eterna de gratitud con los cadáveres, se nos repetía hasta la extenuación, pero solo con la mitad de los cadáveres. La otra mitad no existía. Aquello tenía la voluntad más que evidente de detener el tiempo, de sacar nuestra realidad del reloj y del calendario que medían lo que les pasaba a los demás, a los países extranjeros, que nos odiaban todos (menos el Papa) porque nos tenían envidia. Y aquella constante omnipresencia de la muerte, de la deuda, del tiempo embalsamado, tuvo su última floración en la llamada Confederación de Combatientes que, hasta la agonía de todo aquello, lideró José Antonio Girón. Aquellos ancianitos se llamaban a sí mismos combatientes, no excombatientes. La guerra no había terminado. La muerte seguía ahí, atrincherada contra la realidad.
Sigue ahí. Pero no desde Franco: desde lo que pintó Goya, al menos. El terrible desatino de dar por exterminada para siempre a la mitad de la población, buena parte de la cual sigue en las cunetas, y de negar a gritos terminantes y a cánticos la muerte para la otra mitad, multiplicó por mil, y por generaciones enteras, el rencor de unos españoles contra otros. No hemos dejado a los muertos en paz, a unos porque nunca la tuvieron y a otros porque anduvieron cuarenta años en procesión, recordándonos lo que les debíamos, que era la permanencia, la inmovilidad de todo, la eternidad egipcia de su mandato.
Por fin está bien visto ser un animal, un facha, un chulo y un ignorante, según las diferentes variedades zoológicas de las tribus o manadas
Sánchez, que se juega el tamaño de su entrada en la enciclopedia Espasa el próximo 28 de abril, sigue sin saber qué hacer con los huesos de Franco. Y, como respuesta burra y analfabeta, unos chavales (digo yo que habrán sido unos chavales) han echado pintura blanca sobre las tumbas de Pasionaria y Pablo Iglesias.
Esos chavales podrían haberse entretenido un rato en enguarrar las tumbas de los tres presidentes de la Primera República, dos de ellos masones (Pi i Margall y Salmerón), que están allí mismo, a diez pasos. O la de Marcelino Camacho, o las de Gumersindo de Azcárate, Julián Besteiro, Largo Caballero, Xavier Zubiri, Jaime Vera o Pío Baroja, que también están allí.
Pero esa gentezuela no sabe quién es Pío Baroja, cómo lo van a saber. Y lo peor es que esos semovientes, como les habría llamado Laín Entralgo (que también está allí), están muy contentos de no saberlo. No les hace falta. Ya no sienten vergüenza de ser unos bestias. Muy al contrario, se ufanan de su condición: por fin está bien visto (por mucha gente, dicen las encuestas) ser un animal, un facha, un chulo, un maltratador y un ignorante, eso según las diferentes variedades zoológicas de las tribus o manadas.
El lúgubre Abascal les quiere o, como mínimo, les comprende, a pesar de haber nacido un 14 de abril. Y cada vez que Pablo Casado abre la boca se les llena el culo de satisfacción, porque ese muchacho disparatado no hace más que azuzar a unos contra otros con la esperanza de no ser arrastrado por la corriente el 28 de abril: todo lo demás, y en primer lugar la convivencia en paz entre los españoles, parece que le importa un pimiento. No ha leído este chico a Samaniego: “Prestad auxilio si queréis hallarlo”. Parece competir, en extremosidad verbal, no ya con Aznar –que sí había leído y era amargo, pero no zafio– sino con Losantos, que ya es decir.
¿No pasa nada por el emporcamiento de las tumbas de Pasionaria e Iglesias? Bien, es una gota en un océano; llamativa, pero pequeña. No cabe duda de que pronto habrá más. Lo que no saben los zotes de la pintura blanca es que muchísima gente les está contestando con flores: cada vez hay más en las dos sepulturas. Y la paciencia de los zotes puede ser larga, pero ya está demostrado que el tesón de los que ponen flores no se acaba nunca.