En política la práctica del sicariado no necesita puñal como ocurría con los romanos que le pusieron el nombre, ni el derramamiento de sangre, ni siquiera la muerte violenta. En política se mata de otras maneras no exentas de crueldad aunque tenga algo en lo que coincide con la acepción común. Necesitan un jefe que imparte órdenes y un servidor fiel que las cumple sin reparar en daños. José Luis Ávalos ejerció de sicario durante 4 años hasta que un aciago día del agobiante julio de 2021 le llegó la noticia de que a partir de entonces no eran necesarios sus servicios.
No se enteró por su dueño y señor porque de esos menesteres siempre se ocupa un subalterno. O quizá ni eso, se enteró por la prensa de que había dejado de ser Secretario de Organización y cesado como ministro de Fomento. Él, que había sido el que hablaba por la voz inapelable del Supremo, que tenía a su cargo el presupuesto más holgado y dispendioso de todo el Ejecutivo, el que sonreía con una mueca a las humillaciones consentidas de sus compañeros, había perdido el don. Y nadie le decía por qué y quizá no había porqué alguno y todo fuera tan sencillo como que su compañía olía a viejuno y que sus modales de fidelísimo arribista sin escrúpulos ya no encajaban en las querencias del supremo. Con toda seguridad no había visto el Gatopardo de Visconti ni menos aún leído la novela de Lampedusa y que en ocasiones es necesario que todo cambie para que lo importante, el poder, siga igual.
Le hubiera bastado con mirar a la que había estado a su alrededor, Adriana Lastra, sin ir más lejos, cuya ejecutoria había sido tan similar a la suya, porque los dos cumplieron su papel de lacayos implacables del Supremo cuando apenas si despuntaba como aspirante. Y ocurrió que un buen día, o malo según se mire, volvió a su casa acompañada solo de la conmiseración de su familia y esa mirada torva que le quedó en el empeño y que ya no se le quitaría nunca. Nadie aprende en cabeza ajena y menos entre sicarios políticos; cada cual se cree único e imprescindible, aunque sólo sea por la cantidad de recuerdos que atesora.
En política José Luis Ábalos era un bellota, mentirosillo y berroqueño, por más que ahora sea dinamita susceptible de explotar. No sólo no tenía una idea de casi nada sino que se creía infatuado de ellas y cuando tenía cancha para actuar revelaba una torpeza tan manifiesta que donde ponía el ojo se le cegaba el entendimiento. Le metieron en la celada de Delcy Rodríguez, la venezolana que de tan madura ya olía, y peor no pudo salir del embrollo, balbuceante, torpe; el asunto le venía tan grande que naufragó y sólo la incompetencia de los críticos y la benevolencia de sus iguales permitió la chapuza delictiva. Su talento estratégico en torno a Murcia significó perder la comunidad y de rebote entregar Madrid al enemigo. Lo que hacía venía apadrinado, por supuesto, pero él le daba un toque arrogante y chumacero. Le faltaban maneras que hubiera dicho Andreotti, maestro del crimen de Estado y que jamás le hubiera concedido ni una sinecura en Calabria.
En política José Luis Ábalos era un bellota, mentirosillo y berroqueño, por más que ahora sea dinamita susceptible de explotar
Pero la intimidad del Supremo sólo la conoce el Supremo y si hay un principio que rige no es el del talento -eso se compra y el mercado está lleno- sino la fidelidad, que como la fe, está por encima de todo. Fíjense en el nuevo candelabro, Oscar Puente, ¿qué no sería capaz este hombre de mandíbula cuadrada con tal de digerir lo que no está escrito si se lo echa el que da de comer a las fieras?
Nunca sabremos dónde un buscavidas se convierte en patrimonio nacional; necesitamos tanto tiempo que nos morimos antes. Pero no sería mal comienzo el de ver en un Peugeot a tres personajes que recorren España para apalabrar una aventura; en el asiento trasero Ábalos y Sánchez, y conduciendo Koldo, un veterano de todo lo que no se puede escribir en un currículum. Al fin y al cabo, tampoco el de los dos que van de paquete, con su bolsa de promesas. Vidas casi del bronce como los personajes de la picaresca; hasta sus títulos están amañados. Empezaron a vivir cuando se montaron en el coche y recorrieron el mundo en forma de partido, que entonces era largo y estrecho.
Ábalos ni siquiera pertenecía a los restos del naufragio socialista de entonces; lo más una patera varada a la espera de que se la llenaran. Clase media a la española, esa indefinición que inventó el franquismo y que simbolizaba ser pobres pero con seiscientos y un futuro de piso en propiedad. Buscadores de una oportunidad para la gloria. Su padre hizo sus pinitos en el ruedo sin llegar a torero; un novillero, Heliodoro Ábalos “Carbonerito”, con mucha plaza por delante. Su hijo hizo magisterio, pero tres meses de prácticas le descubrieron que maestro de escuela no era lo suyo. Entró en política como oficio, primero en el Partido Comunista, ya en la transición, cuando aquello no daba para más y los perspicaces se afiliaban al PSOE. Luego lo sabido; corrimiento de escala hasta descubrir al que sería el Supremo un día de noviembre de 2017 en Chirivella (Valencia). Y para qué más. El sicariado hasta 2021.
Lo había hecho todo por su jefe y señor; lo que sabemos, lo que él sólo sabe y lo que nos iremos enterando, porque el desprecio y la humillación es una asignatura que se va desprendiendo como el sudor, con el uso y el esfuerzo. Ya no tiene nada que perder salvo el salario, que en el Grupo Mixto le durará -ya es sarcasmo- lo mismo que a Pedro Sánchez la legislatura. Le dará para cumplir con sus cinco hijos y sus tres divorcios. Pero lo que ningún sirviente que se precie puede asumir sin rebotarse es que además le pidan que deje la casa; un partido que es más suyo y de su jefe que de ninguno.
Se entiende ese guiño postrero en la despedida al referirse a sus “compañeros” -y “compañeras”, como es de rigor- de la bancada socialista. La mayoría se lo debe y ahora les pide emocionado “un poco de porfavor”. Es inútil; harán lo mismo que él con otros desaparecidos: escupir sobre su tumba y a otra cosa. Que la vida es muy dura ahí afuera.