La función de apertura de la temporada de ópera en el Teatro Real (alguno por ahí sigue llamándola première) es un espectáculo visualmente muy interesante, ocurra lo que ocurra en el escenario. Va la prensa del cardiotripa. Esto quiere decir que también acude gente a la que la ópera no le interesa un pimiento, pero que se visten de aves del paraíso y van allí para contestar, ante el primer micrófono que vean, frases tan meditadas y profundas como “vuelvo a estar lista para el amor” o “de mi vida privada no hablo”. Lo que va quedando de Isabel Preysler. Eugenia Silva vestida de Nefertiti. Carmen Lomana. Vamos a ver, ¿iría Carmen Lomana al Teatro Real si no anduviesen por allí los mariñas? ¿Eh? ¿Iría?
El Rey padre, o sea don Juan Carlos, dejó a la vistosa muchedumbre con un palmo de narices el año en que se presentó en el palco vestido con un traje y una corbata. Allí todos los caballeros estaban con el esmoquin puesto, no pocos de ellos conteniendo la respiración para no reventar. Fue la última vez. Pero en días como el del miércoles pasado aún es posible ver, entre las damas del patio de butacas y de las plateas, algún atavío de lamé, señoras que transportan más joyas que el cofre de los piratas y algunos atuendos diríase que ornitológicos, porque las había que parecían recién llegadas del rodaje de un documental sobre el cortejo amoroso de las avutardas.
Esta vez la cosa fue bien. Don Felipe y doña Letizia fueron vibrantemente aclamados cuando llegaron al teatro, cuando aparecieron en el palco, cuando la orquesta dirigida por Dan Ettinger hizo sonar el himno nacional. Menos mal que a los dos les gusta la música; hace años, doña Sofía se dedicaba a disfrutar de la representación mientras su esposo, en cuanto se apagaban las luces, se escurría hacia el bar, o se quedaba frito en la butaca, o primero una cosa y luego la otra, porque don Juan Carlos y la ópera tenían una relación, vamos a decirlo con cariño, más bien difícil.
Nadie hablará de las voces, de la orquesta, del más que discutible montaje ni de la ópera, que era para lo que estábamos todos allí
Todo fue bien hasta que comenzó la representación. Fausto, de Gounod, es uno de los grandes títulos del repertorio romántico. El argumento no es que sea gran cosa (en realidad apenas es una pálida broma sobre la monumental obra de Goethe), pero la música es excepcional y exige muchísimo de los cantantes. Se necesita un tenor espléndido para el Fausto, dos barítonos infalibles (Valentin y sobre todo Mefistófeles) y una soprano impecable que, además de salir indemne de la terrorífica aria de las joyas de Margarita, haga lo posible por no parecer tonta, o al menos no tan tonta como impone el libreto. Además, el coro se luce como pocas veces y las posibilidades escénicas (los bailes, por ejemplo, sobre todo Le veau d’or) son magníficas.
Los amantes de la ópera llevamos décadas sufriendo la dictadura de los directores de escena que se creen unos genios, como nuestros abuelos padecieron la tiranía de los cantantes-divos y lo mismo que estos tuvieron que soportar, hace cien años, el despotismo de los directores musicales que se comportaban como cómitres de galeras o como domadores de fieras, y el ejemplo legendario es Toscanini.
Pero, si ustedes me permiten la impertinencia, ¿era absolutamente necesario convertir a Piotr Beczala, uno de los más grandes tenores del mundo, en una especie de doctor Fronkonstin con bata de anestesista? ¿Era indispensable para la transmisión del mensaje goethiano meter al genial Luca Pisaroni (Mefistófeles) en unos leotardos de leopardo, valga la redundancia, y echarle encima unas pieles y unas bisuterías que no sabías si estabas viendo a Paco Clavel o a Elvis Presley en sus más amargos momentos? ¿Qué pintaban allí los batallones de enfermeras, o quizá postulantas de la Cruz Roja? ¿Por qué razón había que disfrazar a medio coro de jugadores del Granada Club de Fútbol, con las camisetas blancas y rojas? ¿Cuál era el profundo sentido simbólico de las barbies y de las chonis que andaban por todas partes, y ustedes perdonen la manera de señalar? ¿Qué significado tenían las señoras disfrazadas de muñeca hinchable? ¿Y el tipo que permanecía sumergido en un recipiente de metacrilato debajo de los pies de Mefistófeles, mientras este cantaba su célebre aria del vellocino de oro, vestido igualito que Tino Casal?
Eso sí, en días como el del miércoles pasado aún es posible ver algún atavío de lamé y damas que transportan más joyas que el cofre de los piratas
Pues miren ustedes, yo no lo sé. La música fue soberbia. Las voces, también, aunque unas más que otras. La interpretación, maravillosa. Pero la escena ideada por Alex Ollè, de La Fura dels Baus, fue –en mi humildísima opinión– una soberana patochada que desfiguraba por completo no ya la idea original de Goethe, que esa ya estaba desfigurada de antes, sino el concepto que Gounod tenía del Fausto, fuera ese concepto el que fuese. La misma escenografía habría servido para La verbena de la Paloma o para el programa de fin de año de Telecinco. Nada parecía tener sentido, así que todo daba igual.
¿Le gustó al público la producción, que venía de Amsterdam y que ya ha sido convenientemente vapuleada en otros lugares? Yo tengo claro que no, pero nunca lo sabremos con certeza porque, cuando los responsables de todo aquello salieron a saludar, dos tipos (no voy a anotar sus nombres) del equipo técnico se presentaron en el escenario con los lacitos amarillos de los políticos secesionistas catalanes presos. La marimorena, que ya había empezado a armarse por culpa de la escenografía, estalló con todo estruendo.
Era una provocación en toda regla. El Rey, al que inmediatamente volvió a aclamar todo el teatro, sonrió compasivamente ante aquellos dos héroes, dos paladines, dos gloriosos defensores de la Patria oprimida, sojuzgada y esclavizada que salieron a arrostrar las iras de los españolazos (las arrostraron) y que, con el heroísmo del lacito, demostraron que el trabajo de sus compañeros, y el suyo propio, les importaban tres congojos. Porque se lo cargaron. Un montaje como ese, bueno o malo, lleva muchos meses de trabajo, a veces años. Les dio igual. Para ellos era más importante su provocación patriótica, o patiótica, que permitir que todos sus compañeros recibiesen la gratitud del público por su esfuerzo.
Alex Ollè, director de La Fura dels Baus, ha pedido perdón a todo el mundo por una provocación de la que ni él ni nadie sabía nada. Pero eso, desdichadamente, es lo de menos. Fausto se convirtió en otra cosa y nadie hablará de las voces, del sonido de la orquesta, del más que discutible montaje ni, en fin, de la ópera, que era para lo que estábamos todos allí. Todos menos dos tocagüevos, y ustedes disculpen la expresión.
Y claro, tampoco recordará nadie lo requetemonísima que estaba Carmen Lomana. Qué disgusto tiene que tener la pobre señora, a su edad.