Las recientes declaraciones de Josep Borrell en el programa “HardTalk” de la BBC han llamado la atención. En un momento de la entrevista, el periodista le pregunta si considera que Cataluña es una región o una nación, a lo que el actual ministro de Asuntos Exteriores responde sin vacilar que es una nación. ‘Quite clear’, admite Stephen Sackur. Y a continuación usa la respuesta de Borrell como premisa para la siguiente pregunta: si el derecho de autodeterminación de los pueblos es reconocido por el derecho internacional de acuerdo con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y usted reconoce que Cataluña es una nación, ¿por qué no permiten la celebración de un referéndum de autodeterminación en Cataluña?
No es el único momento en que el entrevistador se desliza con pasmosa facilidad hacia la frivolidad. Unos minutos después recomienda la liberación de los independentistas presos y Borrell tiene que recordarle que existe la separación de poderes y que son los jueces, no el Gobierno, quienes deciden quién entra o sale de prisión. Con todo, la pregunta del periodista de la BBC era previsible y vale la pena atender al modo en que la formula, encadenando las premisas como truismos que conducen a una conclusión irresistible: si Cataluña es una nación, cómo se le puede negar el ejercicio del derecho a la autodeterminación, que se atribuye a las naciones.
No es el único observador foráneo que ve las cosas con esa simplicidad que da el kilómetro epistémico. Pero en política conviene tener cuidado con las supuestas perogrulladas. El argumento que subyace a la pregunta es falaz porque concatena dos equívocos habituales, uno sobre el derecho de autodeterminación y otro sobre el propio concepto de nación.
El sentido democrático de la autodeterminación es recortado por los nacionalistas para ajustarlo a la decisión que les interesa, la que versa sobre la secesión de una parte del Estado
Algo hay que decir, aunque sea brevemente, sobre la peregrina idea según la cual el derecho de autodeterminación daría a cualquier pueblo en cualquier parte el derecho a celebrar un referéndum de independencia. Si entendemos la autodeterminación correctamente, es lo que hacemos los ciudadanos siempre que participamos, a través del proceso democrático, en la toma de decisiones sobre las normas por las que se rige la asociación política y la elección de los gobernantes. Este sentido democrático de la autodeterminación es recortado por los nacionalistas para que se ajuste al tipo de decisión que les interesa, la que versa sobre la secesión de una parte del Estado. Concebido de esta forma restrictiva, el supuesto derecho está lejos de ser reconocido por el derecho internacional a cualquier pueblo; por el contrario, queda limitado a situaciones excepcionales como ocupación colonial o invasión militar, en la que se producen violaciones graves y masivas de los derechos humanos. Interpretarlo al modo nacionalista lo haría radicalmente incompatible con otro principio básico del orden internacional: el respeto por la integridad territorial de los Estados. Y no es así como se entiende por razones evidentes.
La interpretación nacionalista nos lleva al equívoco que envuelve las nociones de pueblo o nación, pues a tales colectivos se atribuye la titularidad del derecho de autodeterminación. Sabemos por un antiguo presidente del gobierno que el concepto de nación es ‘discutible y discutido’. Mucho antes, Renan ya habló de la ‘funesta equivocidad’ de palabras como ‘nación’ o ‘nacionalidad’. La cuestión está lejos de ser relevante sólo para teóricos políticos y estudiosos del nacionalismo. Hace unos años la Asamblea parlamentaria del Consejo de Europa planteó la necesidad de clarificar el uso del término ‘nación’ y encargó un estudio al respecto en el que participaron 35 delegaciones parlamentarias y expertos de todo el continente. Pero concluyó sin alcanzar una definición común.
La raíz del problema es bien conocida. Si nos atenemos al sentido moderno de nación, encontramos dos concepciones divergentes, a las que se han asignado rótulos diversos. Aquí me referiré a ellas como la concepción democrática, o republicana, y la concepción particularista de nación.
En la concepción democrática, la nación se equipara con el pueblo entendido este como la totalidad de la población del Estado, y no como el pueblo llano o la plebe de las sociedades estamentales; además, se concibe al pueblo como un cuerpo político, formado por ciudadanos libres e iguales en derechos, en el que reside la soberanía. Es habitual considerar que la Revolución de 1789 alumbra este nuevo concepto de nación cuando los representantes del tercer estado adoptan el nombre de Assemblée Nationale. Sièyes, el teórico de la Revolución, nos da la definición: “¿Qué es la nación? Un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y están representados por la misma legislatura”. Como vemos, una definición estrictamente política.
La autodeterminación real nada tiene que ver con modificar las fronteras mediante un plebiscito ocasional, sino con el ejercicio regular de los derechos políticos de los ciudadanos
La concepción particularista, que muchos asocian históricamente con el romanticismo alemán, no puede ser más diferente, pues aquí se refiere a un pueblo singular, claramente diferenciado de los demás no por sus instituciones políticas, sino por sus señas de identidad o rasgos etnoculturales. La nación es representada como una comunidad humana primordial basada en la sangre, la tierra y la lengua. Como la raza ya no resulta de buen tono, el énfasis se pone hoy más sobre la cultura y la lengua, pero sus defensores recurren a toda clase de rasgos diferenciadores en una casuística inabarcable.
El nacionalista suscribe la concepción particularista, pues cree que la humanidad está dividida en comunidades naturales, necesarias y anteriores a la voluntad de los hombres, por decirlo con Prat de la Riba, y defiende que hay que reorganizar las fronteras políticas en torno a ellas. De ahí la interpretación que propone de la autodeterminación de los pueblos, centrada en la secesión y el cambio de las fronteras. Sin embargo, si uno no suscribe el credo nacionalista, no está nada claro por qué esta clase de comunidades culturalmente diferenciadas disfrutarían de un derecho inherente a alterar las fronteras. Primero, porque el nacionalista presupone o imagina una uniformidad que no es tal en sociedades plurales; y, segundo, porque de tales particularidades no se sigue el ejercicio de la soberanía, como pretende.
En realidad, donde las libertades y derechos fundamentales están bien protegidos y los ciudadanos pueden participar en condiciones de igualdad en la deliberación y decisión sobre los asuntos públicos podemos afirmar sin reservas que la autodeterminación está garantizada. Obviamente, esa autodeterminación no se cifra en la celebración de un plebiscito ocasional para modificar las fronteras, sino en el ejercicio regular por parte de los ciudadanos de sus derechos políticos en el marco legal de las instituciones representativas.
Por eso ni la autodeterminación se reduce a la celebración de un referéndum ni las dos concepciones de nación son equiparables. El sentido republicano encarna los principios sobre los que descansa un régimen democrático, pues contempla la comunidad política como una asociación de ciudadanos libres e iguales, sometidos a las mismas leyes y que ejercen conjuntamente el poder de decidir sobre los términos de su asociación. Por el contrario, subordinar la comunidad de ciudadanos y el ejercicio de la soberanía a una concepción particularista de nación no sólo desfigura el sentido de la autodeterminación democrática, sino que haría saltar las costuras de un régimen constitucional democrático como el nuestro. Ahí radica el peligro que encierra el nacionalismo, que muchos no ven o no quieren ver.