Una persona que confunde Pancho Sánchez con Sancho Panza puede que no sea la más idónea para opinar sobre España, al menos a juzgar por lo que ocurrió esta semana a Julian Assange al intervenir en el asunto catalán y no de la forma más afortunada que digamos. Tampoco se trata de pedir a los personajes públicos que sean capaces de recitar el Misántropo de memoria, al más puro estilo Macron, pero sí al menos que hayan leído las obras que citan y más todavía cuando pretenden ilustrar algún debate con ellas. De todas formas, Assange no es el único caso de bochorno en lo que a intervenciones de este tipo supone.
Cuando le preguntaron a George Bush cuál era su autor favorito, aunque no supo pronunciar su nombre, el ex presidente de Estados Unidos dijo: "La Care, Le Carrier, o como se pronuncie...", dijo luego de intentar completar con dificultad el nombre del escritor británico John Le Carré. A Nicolás Sarkozy le ocurrió algo parecido cuando en un discurso evocó a "Stéphane Camus" en lugar de Albert Camus. En un acto público, cuando ocupaba la presidencia de Argentina, Cristina Kirchner citó un pasaje del Quijote que no existía en el libro original y nada más llegar a la presidencia de México, Enrique Peña Nieto atribuyó a Enrique Krauze la obra La silla del águila, de Carlos Fuentes. Eso, sin contar que el ex presidente de México, Vicente Fox, tuvo durante su mandado diversos errores de ese tipo, como convertir a Jorge Luis Borges el Premio Nobel de Literatura, cuando nunca lo ganó.
Ya podía Assange o cualquiera de los personajes aludidos echar mano de un libro nefasto pero no por ello menos útil para los que tienen la costumbre de leer de oídas. Se trata de Cómo hablar de los libros que no se han leído (Anagrama), de Pierre Bayard, un profesor de literatura francesa en la Universidad de París VIII. En sus páginas, aporta algunas luces sobre cómo discurrir sobre libros directamente no leídos, aunque matiza luego con ejemplo del tipo “obras olvidadas”, “alguna vez hojeadas” o “lejanamente referidas”. Bayard no sólo asume con naturalidad la existencia de una condición de no-lectores, sino que convierte esa en apariencia vergonzante no-lectura en una posibilidad de leer. Muchos se han llevado las manos a la cabeza con este ensayo en el que Bayard, mediante un bucle paradójico, sustituye la idea de leído por la idea de lo intuido o lo recordado.
Aporta citas de Musil, Wilde, Valéry, Montaigne o Lodge acerca de la fecundidad del olvido, la inconveniencia de la lectura o la capacidad creadora del lector (o no-lector). “Existe de hecho otra manera de hacerse una idea bastante precisa de lo que un libro contiene sin necesidad de leerlo. Basta para ello leer o escuchar lo que los demás escriben o dicen a su respecto. Ese método, al que Valéry no ocultaba haber recurrido en el caso de Proust, puede hacernos ganar mucho tiempo. Puede también resultar necesario cuando el libro resulta inencontrable o ha desaparecido, o incluso cuando su búsqueda pone en peligro la vida de quien desearía leerlo”, escribe Bayard aludiendo a la condición creativa de lo que no leer supone. Quizá. Por qué no, Assange lo encuentre ilustrativo.