La reacción de los medios de comunicación españoles, y de los políticos izquierdistas que nutren sus tertulias y reportajes, a la victoria de Donald Trump ha sido una muestra de la hegemonía cultural de la que disfrutan desde hace decenios y de una de sus patológicas características: el antiamericanismo. El entramado mental progre, su cosmovisión, la interpretación que dan al mundo y a la Historia, sus valores y dogmas, no puede asimilar la vida norteamericana. No solo no se entiende que los parámetros de aquel país corren por vías distintas a las europeas, sino que un halo de falsa superioridad moral y cultural anima los análisis políticos que se hacen de los acontecimientos de aquel país.
Al fracaso de la política como instrumento de gestión y resolución de conflictos, le ha seguido una suerte de auge del colectivismo
Mientras la crisis del modelo socialdemócrata surca Occidente por el cansancio general con las partitocracias y su corrupción, la desideologización, la sentimentalización de la política, la burocratización, el infantilismo de la cultura, y la mediocridad de la clase política, tienen éxito movimientos que se fundan en salvaguardar la esencia nacional o popular para reconstruir comunidades imaginarias. Al fracaso de la política como instrumento de gestión y resolución de conflictos, le ha seguido una suerte de auge del colectivismo. Pero ya no tanto del Estado, sino de movimientos nacionales. El ascenso de los populismos, el Brexit, la desintegración o cuestionamiento de los partidos tradicionales, y el éxito de Donald Trump solo pueden entenderse así.
El consenso socialdemócrata que se instaló desde 1945, y que moldeó las conciencias y las costumbres, ha determinado el desarrollo cultural y el menguante papel internacional de Europa. La Nueva Izquierda de la década de 1960, con su tercermundismo y contradicciones, como justificar el terrorismo, pero ser pacifista, puso la impronta definitiva. La sovietización mental fue total: desprecio al individuo y exaltación del colectivo, sustitución de la iniciativa por el bien común y de la competencia por la solidaridad obligatoria, la responsabilidad abandonada en un Estado que regula todas y cada una de las facetas; es más, ante cualquier problema o dificultad siempre sale el político o el movimiento social de turno que pide más colectivismo y más normas. Las nuevas generaciones, los nacidos después de 1945, establecieron la hegemonía cultural de las izquierdas que sufrimos, ese magma común que nos han inhabilitado para entender lo que pasa en Estados Unidos y en el resto del mundo.
¿Es posible que las mujeres y los hispanos hayan votado a “la derecha”?
Portadas, editoriales, análisis y artículos de fondo, tertulias y reportajes de televisiones públicas y privadas, se han deshecho en adjetivos negativos hacia Donald Trump más que en intentar la comprensión del fenómeno. ¿Cómo podía ganar un republicano, que no es progresista, decían? ¿No es un millonario, un outsider independiente? ¿Es posible que las mujeres y los hispanos hayan votado a “la derecha”? ¿Por qué no ha funcionado que los artistas y músicos populares apoyaran a Hillary Clinton? ¿Es que no quieren ver a una mujer en la Casa Blanca?
Las izquierdas se preguntan cómo es posible que en un país en el que, dicen, han aumentado las “desigualdades” desde 2007, y las instituciones están tomadas por “el establishment” y la “élite financiera”, el pueblo norteamericano no haya entendido la necesidad de seguir el programa de Obama y convertirse al modelo socialdemócrata europeo. La respuesta es que EEUU no es una democracia, afirman, y Trump, como dirían los islamistas, primos hermanos del izquierdismo, es el nuevo timonel del “Gran Satán”. Porque para las izquierdas aquel país ha sido y es básicamente capitalista, genocida, e imperialista.
Ahora, el PSOE, Unidos Podemos y sus satélites mediáticos explican la victoria de Trump como la muestra del surgimiento de un “nuevo fascismo”. Se sorprenden, dicen, de que la clase trabajadora y desfavorecida haya votado al candidato republicano, que es un “lacayo de las élites financieras”. Esto se debe, en su monomanía, a que no ha habido un empoderamiento popular ni una alternativa socialista como la que suponía Bernie Sanders.
La reacción de las izquierdas y de sus periodistas a la victoria de Trump anuncia la resurrección de las viejas movilizaciones del “OTAN, no; bases, fuera”, “Yankis go home”, y la demonización del norteamericano
Ya oímos ese discurso antes, por ejemplo, cuando George W. Bush fue elegido en 2000, quién se convirtió en la víctima propiciatoria del discurso antiamericanista de la izquierda. Esto llegó al extremo de que tras los atentados del 11-S, en 2001, El País nos regalara el famoso titular: “El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush”. Fue cuando Zapatero aprovechó ese estado de opinión para movilizar a las izquierdas en las calles; e incluso llegó a no levantarse al paso de la bandera norteamericana. Y los suyos, incluidos los medios, culparon al gobierno de Aznar de los atentados del 11-M.
La reacción de las izquierdas y de sus periodistas a la victoria de Trump anuncia la resurrección de las viejas movilizaciones del “OTAN, no; bases, fuera”, “Yankis go home”, y la demonización del norteamericano. Es el nuevo Apocalipsis, y ellos son sus anunciadores y salvadores. No comprenden por qué el mundo no encaja en su pequeña cosmovisión, y deben cambiarlo, aunque éste no quiera. Esa es patología izquierdista la que llevó a poetas como Rafael Alberti a escribir poemas basura que terminaban diciendo:
Me basta ver la Coca-Cola,
Ese pis norteamericano,
Para correr fusil en mano
A salvar mi tierra española.
Los tiempos están cambiando en Europa. El estilo populista de hacer política recorre peligrosamente nuestros sistemas políticos. Algunos lo venderán como el Apocalipsis, para del caos sacar su trono. Cuidado.