Análisis

Un tal Turull y la vehemencia de los impotentes rabiosos

    

  • El presidente del grupo parlamentario de Junts pel Sí, Jordi Turull.

Camina o revienta. Es el título de la película dirigida por Vicente Aranda a finales de los ochenta, recreando la vida de Eleuterio Sánchez, más conocido como el Lute, el hijo de una familia merchera que comenzó robando gallinas y terminó en una huida sin fin que solo encontró descanso cuando, en manos de la Guardia Civil, fue a dar con sus huesos en la cárcel durante una buena temporada. Como el Lute, el nacionalismo catalán, proclive a robar aunque no precisamente gallinas, tampoco se puede parar. Es cosa sabida. Camina o revienta. Provoca, agita, desafía la legalidad, engorda la bola de nieve o arriésgate a perder fuelle y desaparecer entre la niebla de tu intrínseca impostura. Todo menos quedarte quieto. Ayer, el Parlamento de Cataluña consumó el mayor acto de desobediencia contra la legalidad constitucional, al aprobar unas llamadas “leyes de desconexión” con España que no pretenden otra cosa que la declaración unilateral de independencia de Cataluña.  

Puigdemont suele afirmar entre amigos que “el independentismo ha llegado tan lejos porque en Madrid nunca nos han tomado en serio”. Lógico. El nacionalismo catalán es como esas moscas cojoneras que se empeñan en arruinar una buena siesta playera bajo la sombrilla, al arrullo del ir y venir de las olas. La sensación de hastío que provoca es tan larga, tan lenta, que al final el personal termina por tomar a beneficio de inventario cada uno de los episodios -dos pasitos palante, un pasito patrás- de esta pesadilla por entregas en que se ha convertido el prusés, de modo que cuando en la plaza de San Jaime ocurre algo nuevo, en el resto de España prima la tendencia a considerarlo uno más de los asuntos consuetudinarios que acontecen en la rúa. Esta vez, no. Lo de ayer es ciertamente muy grave y debería tener consecuencias igualmente graves para sus promotores, con independencia de la miserable condición que hoy arrastra esa España varada, encallada en el callejón sin salida de una clase política incapaz de ponerse de acuerdo para formar Gobierno.

Lo ocurrido ayer responde a la necesidad que JxSí tienen de hacer un guiño a las CUP para que les permitan superar la moción de confianza de Puigdemont

Inútil teorizar sobre los intereses contrapuestos que subyacen en ese magma que es el movimiento independentista, o sobre el pulso que en la sombra mantienen los convergentes, ahora apodados no sé qué, con la ERC del pope Junqueras por el control del proceso secesionista, por no hablar de que lo ocurrido ayer responde, además, a la necesidad que ambos, juntos pero no revueltos en JxSí, tienen de hacer un guiño a las CUP para que les permitan superar, sin necesidad de convocar nuevas elecciones autonómicas, la moción de confianza que en septiembre se ha comprometido a presentar el camarada Puigdemont. A tan altas cotas de ridículo ha llegado la derecha conservadora y nacionalista convergente, esclava hoy de la voluntad de un pequeño partido revolucionario anticapitalista y antisistema. Democracia a la catalana llevada al éxtasis. Lo que sí es relevante, como sustancial elemento diferenciador, es enfatizar el papel desempeñado ayer por la tropa convergente, con Jordi Turull, portavoz del grupo parlamentario de JxSí, a la cabeza, como agitador e impulsor del desafío independentista al Tribunal Constitucional.

Hasta ahora, todos y cada uno de los “pasitos palante” del secesionismo han tenido un cierto aire de realidad impostada, un argumento que le servía de coartada capaz de poner en solfa el desafío a la legalidad. Ninguna de las decisiones adoptadas “en nombre del pueblo catalán” por los 72 diputados independentistas que representan al 47% del voto, contravenían, o tal decían, la legalidad constitucional. Esa ficción saltó ayer por los aires. Inmediatamente después de que Turull solicitara la ampliación del orden del día para aprobar las citadas “leyes”, los letrados del Parlament hicieron llegar un escrito a su presidenta, Carme Forcadell, incidiendo en el “significado y las implicaciones” de desafiar al TC, al punto de que la señora, 180.000 euros año y pensión vitalicia, se dirigió a sus conmilitones preguntándoles si eran "conscientes" de la iniciativa que iban a tomar. “De lo que somos conscientes es del mandato democrático del 27 de septiembre”, replicó el valiente Turull, que se refugió en un artículo de ese Estatut del que reniega según el cual “los miembros del Parlament son inviolables por los votos y las opiniones que emitan en el ejercicio de su cargo. Durante su mandato tendrán inmunidad a los efectos concretos de no poder ser detenidos salvo en caso de flagrante delito”.  

El momento de máxima debilidad de España

El tal Turull (“No admitimos ninguna amenaza”) fue más lejos al vapulear al portavoz de Catalunya Sí que es Pot, Joan Coscubiela, al que espetó: “El intento para encontrar excusa para no votarlas es bueno, pero no cuela; ustedes han estado solicitando hacer una revolución con el permiso de la autoridad competente… ¡Mucho puño alzado, mucha camiseta, mucha pancarta, pero a la hora de la verdad mucha cagalera!”. Tal cual. Y esto lo hace Convergencia, el grupo político al que el Gobierno en funciones de Mariano Rajoy quiere dotar de grupo parlamentario propio en el Congreso, y, si se deja, que se dejará a cambio de un buen puñado de dólares, a meterse con él en la cama con tal de que le permita seguir llevando la manija en Moncloa. Es evidente que en la clase política catalana existe una minoría dispuesta a hacer realidad en la sombra el tan esperado choque de trenes, y hacerlo ahora mismo, mejor hoy que mañana, convencidos como están de que en desbarajuste actual, en el grado de máxima debilidad en que hoy se encuentra eso que llamamos España, no hay en el horizonte mesetario arrestos morales ni voluntad política, ni asomo de patriotismo, siquiera democrático, para aponerse al atropello que supone el intento de una minoría de desgajar España.

El secesionismo catalán, como cualquiera de los punch golpistas que en el mundo han sido, como el intento de golpe de Estado turco, tan reciente, es intrínsecamente violento en tanto en cuanto solo puede prosperar en la ilegalidad, en un marco de ruptura de la legalidad constitucional. A ese desafío se enfrenta la clase política española y un Gobierno obligado a solicitar de inmediato la anulación de lo aprobado ayer en el Parlament, con la propia Fiscalía actuando de oficio contra su presidenta, como primera providencia, por desacato. Como alguien escribió en un ya lejano 1905 a propósito de unos incidentes ocurridos en Barcelona, “a la vehemencia de los impotentes rabiosos se ha de oponer la calma reflexiva de los fuertes”. Se trata de cumplir la ley y hacérsela cumplir, con todas sus consecuencias, a quienes amenazan acabar con el periodo de paz y prosperidad más largo que ha conocido la historia de España, que no otra cosa supondría la independencia de Cataluña, ello en el convencimiento de que esta batalla, la batalla de la unidad de España, solo se ganará a plazo largo si los españoles somos capaces de embarcarnos en un radical proceso de regeneración democrática y de saneamiento de las instituciones. Casi nada para un PSOE desaparecido en combate y para una derecha que, carente de cualquier clase de principios, ha terminado incluso perdiendo la vergüenza.

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