Uno de los mitos del parlamentarismo es la creencia en que la primacía del Parlamento en un régimen basta para catalogarlo como democrático. Es algo típicamente europeo, resultado de los desvaríos de la interpretación roussoniana de la voluntad general, y de los propósitos de discusión y publicidad de ideas del primer liberalismo. No obstante, hoy es moneda corriente entender el parlamentarismo como parte equilibrada de un sistema que asegure en la medida de lo posible la libertad política. Para esto es necesario atender la gobernabilidad y la estabilidad, asentadas en la responsabilidad de las élites políticas. Un parlamentarismo descompensado, como el nuestro actual, dependiente de grupos fraccionados, adanistas, partidistas y volubles, no es deseable. Por eso, un gobierno apoyado en 137 diputados, esclavo de los intereses personales y partidistas de Ciudadanos, de la lucha por la hegemonía en la izquierda entre el PSOE y Unidos Podemos y de la monomanía independentista de ERC, CDC o el PNV, no va a funcionar.
Al francés corriente le era imposible comprender la actuación de partidos sin mayoría que vetaban absurdamente a otros
La Cuarta República francesa, ejemplo de parlamentarismo, cayó en 1958 no por el golpe de Estado en Argelia, sino porque la sociedad, hasta un 80%, votó a favor del proyecto gaullista para quitarse de encima la atomización partidista, la dictadura de las minorías y la volatilidad de los gobiernos. Al francés corriente le era imposible comprender la actuación de partidos sin mayoría que vetaban absurdamente a otros, con grandes incoherencias, intereses partidistas, elecciones demasiado frecuentes, gobiernos débiles y sometidos, y dirigidos por una élite (también) engreída, adanista, y adherida al sillón presupuestario. La Cuarta República tuvo veinte Presidentes de Gobierno entre 1947 y 1958, y de todos los colores: socialistas, radicales, cristiano-demócratas e independientes. Era el resultado de un parlamentarismo extremo, alimentado por un mal sistema electoral, un diseño institucional desequilibrado y la irresponsabilidad de las élites políticas.
Esa República parlamentaria la habían levantado precisamente el PCF (obedientes a Moscú), la SFIO (los socialistas), y el MRP (democristianos) mediante el mitificado consenso. Los comunistas de Thorez creían que podían llegar al poder, y Stalin imprimió una estrategia lenta de propaganda, visibilidad en las calles y bolchevización que no fructificó del todo, pero desestabilizó la política. Los socialistas boqueaban oxígeno político a duras penas para recuperar el liderazgo de la izquierda, mientras los conservadores se agrupaban en el MRP. Las elecciones deparaban un sistema polarizado que obligaba a coaliciones con los perdedores, llegando a un pentapartito con resultados entre 120 y 95 diputados cada uno. Los gobiernos caían por las reformas sociales y laborales.
La Historia no se repite, ni siquiera como farsa, pero sí advierte de los caminos, actitudes y formas políticas equivocadas
La última oportunidad fue el gobierno centrista de izquierdas del radical Pierre Mendès-France, en 1955, que en lugar de dar ministerios a todos los partidos, como siempre, intentó la regeneración con gente joven. Acordaron la retirada de Indochina y Túnez, aumentar el gasto social e intervenir más en la economía. Dio igual. La oposición de comunistas y gaullistas, las traiciones dentro de la coalición gubernamental y la indisciplina parlamentaria, derribaron al Ejecutivo. Se fragmentó aún más el sistema de partidos, y las elecciones de 1956, en lugar de aclarar el mapa, atomizaron la Asamblea Nacional. La situación del Presidente de la República, que encargaba al candidato del grupo mayoritario la formación de gobierno –como el Rey de España ahora-, era algo más que complicada. El sistema estaba bloqueado. La solución que se dieron los franceses hace temblar y es indeseable: un golpe de Estado que permitió un cambio de régimen, refrendado después en un plebiscito.
La Historia no se repite, ni siquiera como farsa, pero sí advierte de los caminos, actitudes y formas políticas equivocadas que crean problemas. El parlamentarismo era la tradición de la revolución francesa, decían, y sus repúblicas Tercera y Cuarta fueron un desastre. Quizá por eso se asentaron fórmulas autoritarias y bonapartistas en la mentalidad francesa desde 1870, ligadas siempre a la regeneración del país. Esto ya está ocurriendo en otros países: es el nacional-populismo en Francia o Austria.
El personalismo y el partidismo, ahondando la ley de hierro de las oligarquías, marcan la vida política española
Por esto, cuando hoy hablamos de la necesidad de reformar el régimen del 78 sobre la base de cambiar las normas electorales y separar los poderes, pero manteniendo los principios y valores básicos del ordenamiento constitucional, habría que pensar en las consecuencias de este falso parlamentarismo en el que nos hemos instalado. Y es falso porque lejos de fundarse en el respeto a los pilares de la democracia –que no es el consenso político, sino la salvaguardia de los derechos individuales-, se ha convertido en una subasta de sillones y programas, en la dictadura de los perdedores. El personalismo y el partidismo, ahondando la ley de hierro de las oligarquías, marcan la vida política española. El resultado es la desafección hacia la política, el aumento de la demagogia y del populismo, y el descenso en el nivel intelectual y profesional de los políticos electos.
El politólogo Giovanni Sartori decía que la fragmentación dificulta el funcionamiento de la democracia solo si hay polarización y bloqueo institucional. Solo funciona esta “democracia difícil” cuando la élite política, “consocional” decía, es capaz de contrarrestar esa división con la gobernabilidad y la estabilidad. Porque no es la mayoría la que debe ceder al chantaje de los perdedores, sino que han de ser éstos, reconociendo sus errores y el desprecio mayoritario a su programa y líder, quienes se acerquen al partido vencedor. Ese es el parlamentarismo bien entendido.
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