Si la entrada del Gobierno en la principal compañía de telecomunicaciones del país se produjera en 'otra España', podría llegar a considerarse como una opción interesante. Francia y Alemania mantienen participaciones elevadas en Orange y Deutsche Telekom con el razonamiento de que su naturaleza es estratégica y, por tanto, la presencia pública las puede respaldar en momentos de dificultad. Por ejemplo, el actual, en el que la beligerancia de fondos de inversión de distinto pelaje -algunos, controlados por monarquías absolutas de dudosa fiabilidad- puede llegar a comprometer la seguridad nacional o los datos de cada uno de los ciudadanos, que estas empresas almacenan por millones.
Lo que ocurre es que en este país se juega la partida con unas reglas diferentes, que son las que marca el partidismo, con sus dinámicas y sus excrecencias. Comparecía este jueves en el Congreso de los Diputados el ínclito Miguel Ángel Oliver, flamante presidente de la Agencia EFE, quien es conocido por configurar, junto a Iván Redondo, el dúo de los Pin y Pon de Moncloa durante los estados de alarma. Es un tipo que llegó a transmitir -en una reunión privada- al editor de un medio de izquierdas que a lo mejor estaría bien que radicalizara su línea editorial al igual que habían decidido en aquel momento algunos panfletos conservadores (o ultras). Todo, para beneficiar a Sánchez a través de información corrosiva. Oliver ahora va de mosquita muerta. Ahora no le conviene parecer burdo. "EFE es la mejor representación de Ítaca. El mejor de los primeros pasos y el mejor destino (…) Es el periodismo limpio. El de agenciero", expuso, como si nadie debiera tener en cuenta los méritos que acumuló en el Gobierno -¡dentro!- para que le hayan propuesto para el cargo.
Estos sucesos deberían llevar a extremar la precaución. Aquí el Estado funciona de una forma perversa. Es una hiedra que trepa por las paredes, asalta las ventanas y conquista las instituciones con una pasmosa desvergüenza. Esa planta es a veces milagrosa y demuestra efectos medicinales. Mejora la salud de los moribundos, como sucedió con los negocios de Rodrigo Rato cuando ganó las elecciones José María Aznar; y fortalece vínculos personales que se forjaron en la época más tierna de la vida, como el de Juan Villalonga con el expresidente bigotudo que le impulsó como presidente de Telefónica.
Las empresas públicas, los reguladores y las participadas son el terreno perfecto para este tipo de apaños y eso convierte cualquiera maniobra del Gobierno al respecto en peligrosa.
Ejemplos hay por decenas. Sin ir más lejos, aquí a nadie parece extrañarle que Mariano Bacigalupo -marido de Teresa Ribera- ejerciera de vocal en la sala de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) en la que se abordaban los más importantes asuntos relacionados con la regulación del mercado energético. De ahí, por arte de magia, alehop, saltó a la CNMV, el supervisor de los mercados, y el año pasado participó en la reunión del Consejo en la que se decidió en pocos minutos exonerar al Gobierno de los gravísimos hechos que habían sucedido en Indra el verano anterior, cuando la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) impulsó la destitución de sus consejeros independientes.
Miedo en Las Tablas
Allí, en Indra, sucedió en febrero de 2022 -unos meses antes de su asalto- algo que no conviene pasar por alto en este momento tan relevante. El Consejo de Ministros aprobó entonces la inversión necesaria para poder adquirir hasta el 28% de la principal empresa española de Defensa. En unas semanas se hizo con el 10% de las acciones, que fueron suficientes para que la conspiración organizada por Moncloa triunfara en la siguiente Junta de Accionistas.
¿Quién garantiza que no va a ocurrir igual en Telefónica? ¿Qué sucederá si José María Álvarez-Pallete, llegado el caso, decide oponerse a una decisión que quiera imponerle el Ejecutivo por ser perjudicial para la compañía y para sus socios? ¿Le organizarán un motín como en Indra? ¿Reclutarán a un fondo similar al de Joseph Oughourlian (Amber Capital) para ejercer de mamporrero en la Asamblea de accionistas?
Volvamos al ejemplo de Miguel Ángel Oliver: cuando cesó a Fernando Garea como presidente de la Agencia EFE, lo hizo porque había sido “poco sensible con los intereses del Gobierno”. “Poco sensible”. Sin duda, Oliver lo será mucho más a partir de ahora, al igual que la tropa de consejeros socialistas que han colocado durante los últimos años en las empresas públicas y las participadas, desde el “profesor Miguel Sebastián” -como presenta Ferreras a este señor tan oscuro- hasta Pepiño Banco, quien es vocal de la Enagás o Beatriz Corredor, ex ministra de Zapatero y presidenta de Red Eléctrica. ¿Quién la impulsó hacia ese puesto? Los mismos que ahora quieren tener voz y voto en Telefónica.
Nacionalizaciones a gogó
Yolanda Díaz, Íñigo Errejón, Pablo Echenique, Óskar Matute y otras eminencias del pensamiento Occidental reclamaban estos días más nacionalizaciones. Más gasto público para entrar en empresas como Repsol, Endesa... o en la propia Telefónica. Ya no les sirve sólo con Correos, con RTVE o con tantas y tantas sociedades e instituciones que aquí cada gobierno toma al asalto, siempre, a cuenta de lo que desembolsa el contribuyente. Ahora quieren que el Estado vuelva a estar presente ahí. “Nacionalícese”, que diría aquel gorila.
A lo mejor, con la excusa de frenar la acometida de una teocracia inquietante, se introduce en la empresa un caballo de Troya cuyos moradores, escondidos, quieran arrasar todo a su paso para convertir su órgano de gobierno en una sucursal de Ferraz
Si el proceso continúa -y esto ya lo empezaron a planear Sánchez e Iván Redondo en su día-, a lo mejor en la próxima negociación de investidura o en las conversaciones para pactar los próximos Presupuestos Generales del Estado, también se rifa una silla en Telefónica... con Junts... o con el propio PSC, que necesita cariño en este momento, después de que en Ferraz se hayan bajado los pantalones ante sus rivales en Cataluña.
Ése es el peligro de la entrada estatal de Telefónica. Porque, a lo mejor, con la excusa de frenar la acometida de una teocracia inquietante, se introduce en la empresa un caballo de Troya cuyos moradores, escondidos, quieran arrasar todo a su paso para convertir su órgano de gobierno en una sucursal de Ferraz.