Pedro Sánchez blanquea a Bildu y señala a Vox como la principal amenaza para la democracia. Es impúdico, pero también es eficaz. Una hábil maniobra que le viene dando magníficos resultados al general secretario de los socialistas. El más cercano, y trascendente por sus consecuencias, fue el extraordinario éxito de la estrategia diseñada para esparcir antes de las elecciones generales de julio el miedo a la ultraderecha, con el resultado conocido. Miles de indecisos se precipitaron a votar a quien pensaron que era el único antídoto posible contra los ultras. También, creían los inocentes, contra los ultras de Carles Puigdemont.
La impericia de Alberto Núñez Feijóo tras las municipales y autonómicas de mayo, incapaz de controlar a sus impacientes barones (y baronesa), había dado pábulo al cuento hinchado de una ultraderecha que, a pesar de estar en evidente retroceso, irrumpiría en el gobierno con la misión de clausurar derechos esenciales. La combinación de pánico y del voto inservible de Vox, que por obra y gracia del juego de los restos proporcionó en diez provincias 9 escaños a PSOE y 1 a Sumar, quitándoselos al PP, obró el milagro de dar una nueva oportunidad al gobierno de coalición progresista. Solo que esta vez con incrustaciones que nada tienen de progresistas.
Cada vez que alguien se arrepiente de haber votado a Sánchez en las elecciones generales, aparece Abascal con el refranero y la mala conciencia se desvanece
La resultante es un Frankenstein evolucionado, con ramificaciones belgas, suizas y salvadoreñas, y que en circunstancias normales, y una oposición más lúcida, tendrían muy difícil superar sin serias averías las metas volantes de las elecciones al Parlamento Europeo, Galicia y País Vasco, todas previstas en 2024 (y probablemente las autonómicas en Cataluña). Pero Sánchez tiene un salvavidas que se llama Vox. Como dice Gabriel Sanz, la “auténtica tierra firme de Sánchez es Vox”. Lo vimos el martes en el Congreso, cuando Santiago Abascal destinó una buena parte de su intervención en el pleno que debatía la toma en consideración de la ley de amnistía a criticar al presidente del Partido Popular.
Si Santiago Abascal no existiera, Pedro Sánchez tendría que inventarlo. Pero existe. Y a pesar de que en España la derecha más radical está muy lejos de representar el problema enquistado de Francia o Países Bajos (un 12% del voto aquí frente a casi el doble de franceses y neerlandeses), el enmohecido y altisonante comportamiento político de Vox colabora activamente a que el discurso oficial presente a este partido como el principal problema del país. Gracias a una eficaz propaganda y la impagable colaboración de Vox, hay quienes se escandalizan (puede que con razón) ante la posible eliminación de un carril bici en Valladolid, pero asumen como mal menor una ley impuesta por los delincuentes que se van a beneficiar de su promulgación. Y ya verán cómo acaban aceptando con normalidad el triunfal regreso a España de Puigdemont. Tiempo al tiempo.
Cada vez que alguien se arrepiente de haber votado a Sánchez en las elecciones generales, aparece Abascal con el refranero, y la mala conciencia se desvanece. Cada vez que desde Bambú se da la orden de que se persone en Ferraz la brigada del escapulario, Sánchez tiene una hemorragia de satisfacción. Ya no te digo si el jefe de la escuadra suelta en Buenos Aires que “habrá un momento en el que el pueblo querrá colgar de los pies” al presidente del Gobierno. ¡Bingo! ¡A la Fiscalía con él! Cierre de filas y espectáculo asegurado.
Las posiciones de Vox facilitan que haya quienes empiezan a asumir como mal menor una ley impuesta por los delincuentes que se van a beneficiar de su promulgación
Tras el 23 de julio, inflar el peligro que supone Vox para la democracia -al tiempo que se festeja la colaboración institucional de Bildu- ha dejado de ser una interesante maniobra para convertirse en una necesidad; en el contrapeso imprescindible para justificar abdicaciones hasta hace poco inconcebibles y, como ya ocurriera con la llamada ley de memoria histórica, “subordinar el debate político a una disputa que reduce el margen de maniobra de la oposición y favorece el mantenimiento de ese frente anti-PP, por heterogéneo que sea” (Juan Francisco Fuentes: “Una historia interminable: memoria, consenso y democracia”, en Cuadernos del Círculo Cívico de Opinión.
En ese mismo trabajo, el profesor Fuente añade algo bien interesante: que la izquierda y sus socios independentistas no son los únicos beneficiarios de la intensa emotividad y de la fuerte polarización generada por la llamada memoria histórica: “El auge de Vox debe mucho a ese marco de la política española consolidado en los últimos años”. Así es. Mientras en Francia, Países Bajos, Alemania o Austria el apogeo de la extrema derecha está directamente relacionado con el fracaso de los gobiernos socialdemócratas y liberal-conservadores a la hora de afrontar el problema de la inmigración, en España ha sido la irresponsable política de teórica reconciliación la que ha alimentado las posiciones más extremas. ¿Por qué irresponsable? Pues porque alguien descubrió que cerrar el problema con la dignidad que merecen las víctimas del franquismo, mediante un acuerdo transversal, era desperdiciar una herramienta que reporta una alta rentabilidad electoral.
Vox es hoy lo que es porque también la izquierda ha querido que así sea. Y empeñados en menospreciar aquellas posiciones políticas que no nacen de la pata del Cid, incapaces de aceptar que se han convertido en un involuntario pero utilísimo sustentáculo de Sánchez, los actuales dirigentes de Vox parecen estar más interesados en consolidar su menguante nicho que en hacer un verdadero servicio al país.