“Lo mejor es que tomen la palabra los españoles y se pronuncien”. Fueron las palabras del presidente Sánchez el pasado 29 de mayo, una vez celebradas el día anterior las elecciones municipales y autonómicas, para anunciar la convocatoria de elecciones generales para el pasado 23 de julio.
Se celebraron también las elecciones generales de julio –en las que los españoles tomamos la palabra y nos pronunciamos–. Y no parecía muy difícil entender el sentido del voto. Casi el 65% de las papeletas eran para el PP, primer partido político, y para el PSOE. Sumaban casi dieciséis millones de votos. En escaños para el Congreso de los Diputados, el 73%; 258 escaños de un total de 350, en los que al PP correspondían 137 y al PSOE 121.
Así las cosas, en cualquier país europeo no habría habido discusión por más de cinco minutos en cuanto a lo que las urnas arrojaban; se hubiera impuesto la necesidad de un pacto de legislatura que afrontara los problemas del país entre los dos grandes partidos de las elecciones; o un gobierno de gestión; o, en definitiva, cualquier fórmula que asegurara la gobernabilidad limpia del país, sin presencia de extremismos. Sería la forma evidente de asegurar la convivencia y de reintroducir a España en esquemas de prosperidad, los dos ejes verdaderos –prosperidad y convivencia– de una política que se denomine progresista.
Pero lo que en cualquier país de nuestro entorno hubiera sucedido, aquí se hace imposible. Pedro Sánchez optó por entenderse con los Otegi, Junqueras y Puigdemont; y por supuesto, con Yolanda Díaz. En definitiva, con todos y cada uno de los dirigentes políticos que lo único que buscan es la liquidación y el caos de nuestro sistema político democrático amparado en la Constitución.
Quedará para los libros de Historia tan extravagante negociación en el extranjero, y con semejante personaje, con todos los atributos de un miembro de la extrema derecha
Porque no es sino el mundo del revés el hecho de que se esté negociando la investidura del gobierno de España en Bruselas (!!), con un prófugo de la justicia, el Sr. Puigdemont, al que se investiga en la Audiencia Nacional por un presunto delito de terrorismo por el caso Tsunami Democrátic, amén de la causa abierta en la Sala 2ª del Tribunal Supremo. Quedará para los libros de Historia tan extravagante negociación en el extranjero, y con semejante personaje, con todos los atributos de un miembro de la extrema derecha: su supremacismo catalán, su impugnación hasta el vómito de nuestro sistema democrático, sus amistades con la extrema derecha flamenca, o con Putin. Sí, este hombre, carlista trabucaire hasta las cachas, es absolutamente rechazable. Este hombre que desconoce e impugna por completo el estado social de derecho, que llama lawfare –persecución judicial con móviles políticos– a lo que es el normal funcionamiento del poder judicial. Vaya, un perfecto Trump a este lado del Atlántico.
Se negocia en Bruselas un adefesio de ley de amnistía con el fin de otorgar impunidad a sus autores por el golpe de estado que perpetraron el 1 de octubre de 2017 en Cataluña. Realmente pocas cosas más obscenas que unos políticos autoamnistiándose con sus propios votos. Se trata de un ataque frontal a la igualdad, a la separación de poderes propia de una democracia que impone el respeto al poder judicial, único poder competente para el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos. Se negocia en Bruselas con un apagón informativo, desde hace meses, que recuerda más a un régimen bolivariano que a una democracia como es la española.
Sabemos también que en el acuerdo está condonar quince mil millones de euros a Cataluña, una comunidad con una deuda elefantiásica, a la que se le concede un trato bilateral del que las restantes comunidades están ajenas. O sabemos que se pretende traspasar Rodalies, la infraestructura de transporte de cercanías en Cataluña de Adif y Renfe, que ha provocado el rechazo frontal de los sindicatos ferroviarios. En suma, una desdicha que no hay por dónde coger, que anticipa una anomia social, confusión generalizada en la nación y una degradación a ojos vista de todas nuestras instituciones. En suma, el interés máximo de individuos como Otegi, Junqueras y Puigdemont. Este último con la particularidad de humillar al Sr. Sánchez día a día, y a saber todavía lo que nos espera.
No. Esa no puede ser nunca la lectura del resultado de unas elecciones generales, que no pueden ponerse al servicio de que su gestión se convierta en un caos infinito que nos introduce en un estrambote más propio del nefasto siglo XIX español que de otra cosa.
Porque si se llegara a ese pacto de investidura bruselense, el problema no sólo estaría en una humillación nacional, en una izquierda ya definitivamente desfigurada. Asistiríamos a una legislatura insoportable minuto por minuto, dependiendo de un gobierno dislocado y exánime desde el primer minuto, y constatando también, día por día, el caos, cuando no el colapso, de todas las instituciones enfrentadas entre sí.
Fernando Fernán Gómez filmó en los años 80 del siglo pasado El viaje a ninguna parte, deslumbrante y amarga película que versa sobre un grupo de cómicos y sus sucesivas penalidades, ambientada en nuestra postguerra. Mejor será que el Sr. Sánchez comprenda que este peligroso juego debe terminar, que es un viaje a ninguna parte que no tiene salida, que es mejor ser demócrata cabal y –vista su incapacidad deliberada para llegar a acuerdos con el PP, primer partido nacional–, dejar que los españoles volvamos a votar el 14 de enero, huyendo de fantasías sinsentido.
Una abstención y un voto negativo que suman el 45% no es sino el signo evidente de un distanciamiento mayúsculo, cuando no de la disconformidad, respecto de lo que se está haciendo.
Ya ni siquiera cabe que se recurra a la consulta del fin de semana pasado a los militantes del PSOE, para justificar lo que ocurre. Cuando sólo obtiene el sí del 55% de los afiliados –95.365 de votos sí, de un censo total de 172.611 afiliados, pues el resto fue o abstención o voto no– en esa consulta en que ni se sabía lo que se votaba, es evidente que esas negociaciones desastrosas no suscitan ni siquiera el interés de la propia militancia socialista. En un partido político no existe la abstención técnica, a diferencia de la que sí se da en unas elecciones generales, de manera que una abstención y un voto negativo que suman el 45% no es sino el signo evidente de un distanciamiento mayúsculo, cuando no de la disconformidad, respecto de lo que se está haciendo.
Como se han de condenar con toda intensidad las manifestaciones de estos días ante las sedes del PSOE, al final corroídas por elementos ultraderechistas violentos y que acuden únicamente a un llamamiento con el exclusivo propósito de buscar y practicar la violencia. No, ese no es el camino en ningún caso. Porque ya tiene España suficiente tamaño para poder manifestarse los ciudadanos libre y pacíficamente, sin violencia de ninguna clase, en mil y un sitios, pero no ante la sede del PSOE. Es en unas elecciones donde se mide la fuerza o el rechazo que suscita cualquier expresión política, nunca delante de sus sedes.