A la luz de los hechos que estamos viviendo sobre el régimen constitucional vigente y la nación española podemos afirmar que hay razones objetivas de disonancia, esto es, falta de correspondencia, tensión y conflicto entre ambas. No es, por tanto, reducible al plano subjetivo de la disonancia de ideas y creencias de unos españoles respecto de otros, como pueden ser otras cuestiones democráticamente debatibles en el espacio público.
Estamos, pues, ante una cuestión sustantiva que afecta de lleno a los vínculos fundamentales entre la Nación y el orden instituido. No son lo mismo: la nación es el “cuerpo nacional formado por todos los españoles”: ostenta la soberanía, fundamenta y precede al orden constitucional creado a través del tiempo. La nación soberana integra a los individuos para formar parte de una unidad que trasciende la biografía individual, proporciona un sentido cívico de pertenencia, un espacio de seguridad personal y colectiva, y un marco de garantía de derechos individuales y colectivos.
Las mayorías parlamentarias sólo la representan a plazo y con límites, porque la sede irreductible de la soberanía es la mente y conducta de cada uno de los españoles. Ahora los límites constitucionales básicos están siendo borrados: indultos y amnistía a golpistas, hegemonía del ejecutivo sobre legislativo y judicial, alianzas entre socialistas, comunistas, separatistas y filo terroristas… Estamos viviendo la constatación fáctica del desajuste entre España, nación de larga trayectoria histórica, y el orden instituido en 1978 que permite estas fechorías contrarias a la unidad nacional y al interés mayoritario de los españoles.
La amnistía supone legalizar delitos graves contra la igualdad de los ciudadanos, la seguridad jurídica, la integridad del poder judicial y la dignidad de los españoles
La vigente Constitución ha resultado un arma de erosión y deconstrucción de la nación de españoles; de su libertad e igualdad en todo el territorio nacional. En 45 años de vigencia de la Constitución la voluntad de división ha prevalecido sobre la unidad. El equilibrio inicial entre el Estado constitucional unitario y descentralizado en autonomías ha quebrado. Pueden aducirse diversas causas, pero dos son determinantes:
Una. La vana intención de integrar a los nacionalistas antiespañoles vascos y catalanes que ha resultado un fiasco, previsible habida cuenta de su naturaleza totalitaria desde el siglo XIX. Se les dieron dos armas que les han permitido afianzarse y crecer: la Constitución abierta del Título VIII que han sabido manejar para sus intereses separatistas, contaminando todo el sistema territorial, y una ley electoral fragmentadora (Loreg 1985) para garantizar su poder en las Cortes Generales. En 15 legislaturas han sido decisivos para la investidura del presidente del gobierno en casi todas excepto en cuatro (dos con mayoría del PSOE y dos del PP). Una minoría de españoles, que reniegan de ello y pugnan por la secesión, en pago por sus votos logran cesiones de trozos crecientes de soberanía (competencias, ejercidas sin control; impunes) y privilegios (inequidad en la obtención de recursos), utilizados ambos contra la unidad y los derechos sociopolíticos, lingüísticos y culturales de los españoles. Ahora vuelven a ser decisivos para entronizar en el poder a Pedro Sánchez (PSOE) al alto precio de violar la Constitución, pues eso significa amnistiar los delitos de los golpistas catalanes, que alzaron la institución autonómica contra el orden constitucional. La amnistía supone legalizar delitos graves contra la igualdad de los españoles, la seguridad jurídica, la integridad del poder judicial y la dignidad de los españoles. Después de la amnistía exigen el reconocimiento de la soberanía de sus feudos: los separatistas catalanes, un referéndum de secesión, y los vascos el reconocimiento de la nación vasca y fagocitar Navarra. Todo ello atenta no sólo contra la Constitución sino contra la Nación de españoles, de su integridad, seguridad, libertad y futuro. En 45 años, han pasado de pedir autonomía a exigir la secesión, insurrección mediante. Prueba palmaria del fracaso del orden instituido.
Dos. Los partidos nacionales con responsabilidades de gobierno (UCD, PSOE y PP) han sido incapaces, pese a tener oportunidades, de reconducir la gobernanza a la lógica de la unidad. Pudieron unir fuerzas y acometer reformas necesarias de la Constitución, pero y no lo hicieron. Fueron conscientes de la deriva autodestructiva y dejaron hacer, miraron para otro lado, cedieron ante los nacionalistas cada vez más crecidos.
Durante décadas el relato falaz de la fragmentación territorial se ha impuesto, relegando la unidad a la caricatura del centralismo, y continua por intereses espurios en la narrativa de la España plurinacional (si es plurinacional deja de ser Nación unitaria y queda reducida a ser aparato Estatal residual). En esto andan ahora socialistas, comunistas y separatistas con matices y argucias retóricas. Pero el mal ya está hecho, aunque puede ir a más, como se ha expuesto en la primera causa.
Lo que está en juego no es sólo la Constitución, cuyo garante institucional carece de imparcialidad, sino la unidad real de España como nación histórica desde la Edad Moderna, completado el ciclo de la Reconquista, en el siglo XV, que rememora la unidad de la Hispania romana y después visigoda. El ser histórico de España se desarrolla en dos periodos: el anterior y el posterior al constitucionalismo moderno. El largo periodo anterior corresponde a la soberanía multisecular de la monarquía hispánica con dos etapas sucesivas: la diversificación de reinos y territorios hispanos entre los siglos VIII y XV, y la unificación, a partir del siglo XV, se fue imponiendo a la división lo que permitió recuperar la unidad arrebatada por la invasión musulmana en el siglo VII.
Cuatro son los hitos sobresalientes de la unidad: la batalla de Navas de Tolosa (1212), la batalla del Río Salado (1340), la conquista de Granada (1492) y la unión dinástica de Castilla y Aragón, encarnada en Carlos I. La unidad hispana creó, entre los siglos XV y XVIII, el primer imperio global de civilización cristiano renacentista.
Nada de lo que dicen y a lo que aspiran tiene fundamento más allá de su apetencia de poder: no son nación; nunca lo fueron. No son minoría nacional; son españoles secesionistas
La España que hoy atravesamos en Ave o Falcon es el fruto de la unión de conciencia común, voluntad y sacrificio. Hoy amenazada por la falta de visión de las élites políticas y por la voluntad ahistórica e impostada, falaz y oportunista de los secesionistas. Nada de lo que dicen y a lo que aspiran tiene fundamento más allá de su apetencia de poder: no son nación; nunca lo fueron. No son minoría nacional; son españoles secesionistas, supremacistas y extractivos.
España, a comienzos del siglo XIX, se dotó por primera vez de un orden constitucional (Constitución de Cádiz, 1812), por influencia de la mentalidad Ilustrada de fijar en un pacto constitucional un conjunto de instituciones, principios, valores y procedimientos reglados, sustentados por la unidad nacional. Todos deberían atenerse a lo pactado. Muy pronto se incumplió y fue abolida. Las cinco constituciones siguientes (1837, 1845, 1869, 1876, 1931) tuvieron similar destino a lo largo de los dos últimos siglos con regímenes monárquicos, republicanos, revoluciones y dictaduras. Pese a estos cambios, la nación subsistió, aunque el “cuerpo nacional”, esto es, los españoles, sufrieron las consecuencias de tanto quebranto en vidas, haciendas, desarrollo y decadencia de la posición internacional.
Los viejos demonios familiares campan otra vez a sus anchas: fracturas separatistas, degradación del orden constitucional y desafío populista
El trasfondo sociopolítico y económico de estas mutaciones evidencia la profunda crisis de la España contemporánea, entre los siglos XIX y XX, que se saldaron en división, revoluciones, guerras civiles, dictaduras, empobrecimiento. A finales del siglo XVIII España aún era una Nación imperial con prestigio internacional. El real de a ocho o dólar español seguía siendo moneda de referencia en la economía mundial y fue primera moneda de curso legal en EE. UU hasta 1857. A finales del XX España era una nación secundaria con una colonia extranjera en Gibraltar. En las primeras décadas del XXI, seguimos bajando por la pendiente de la desunión y el empobrecimiento.
El pacto constitucional de la Transición y la incorporación a las instituciones europeas e internacionales supusieron una oportunidad de unidad integradora, ya malograda. Los viejos demonios familiares campan otra vez a sus anchas: fracturas separatistas, degradación del orden constitucional y desafío populista. Los gobiernos Frankenstein de Sánchez rememoran, 87 años después, la descomposición de los gobiernos de 1936, presididos por Largo Caballero (PSOE) con comunistas y separatistas.
Hoy la amenaza se cierne sobre la integridad de la nación, territorial, social, histórica y cultural. Sí, porque la conciencia nacional, que en nuestro caso reside en cada español, integra factores socioculturales y políticos, la vigencia del pasado en el presente y la voluntad de convivir juntos. Así lo explicaba Ernest Renan en 1882 en la conferencia, Qu’est-ce qu’une nation?
Libertad y nacionalismo
Los nacionalismos étnico-identitarios, como el catalán y el vasco, llevan más de 40 años destruyendo la memoria compartida de los españoles, sus derechos cívicos, lingüísticos y culturales. Así han ampliado la base social del separatismo comprando voluntades, manipulando conciencias a través del control de la educación y la propaganda nacionalista en los medios de comunicación. Es como afirmó John Acton, historiador y político inglés: ”La libertad de los ciudadanos y el nacionalismo son incompatibles”.
La disonancia entre la España unida y el orden constitucional está en un momento crítico. Puede alargarse un tiempo, pero sólo puede desembocar en dos situaciones: la consolidación de la división de funestas consecuencias; habrá que ver con qué fórmulas, o la reforma ordenada de la Constitución -clave para su permanencia- con un pacto entre fuerzas socialdemócratas y conservadoras.
El valor de la unidad sólo puede garantizarse con el cierre del Título VIII CE y la reordenación competencial: el Estado debe asumir competencias, como la educación, y la prevalencia del Estado nacional en todo el espacio soberano de los españoles: instituciones, lengua común, significados de memoria compartida, sentido de pertenencia, símbolos, rituales cívicos, historia, tradiciones. Los separatistas no deben ser decisivos en la gobernación de España.