Hubo hace poco una exposición en el museo Thyssen donde se exhibían varios siglos de arte dedicado al engaño, un buen puñado de cuadros en los que el placer consistía en otorgar dignidad artística a los juegos ópticos, al ilusionismo, al encantamiento de las sensaciones.
Allí pudimos contemplar paredes fantasiosas, muros, ventanas, puertas, naturalezas muertas, hornacinas, armarios, flores … realidades imaginadas porque eran visiones de la fantasía, una suerte de pucherazo dado con los pinceles y el arte al sentido de la vista.
Esto es el trampantojo, un espacio allende la pintura que nos ilusiona, nos seduce y nos encapricha al sacarnos de la zafia existencia. El trampantojo quiebra la armonía, desacraliza el cosmos y nos hace olvidar, por un momento, que el mundo es poco más que una herida del que querríamos huir por una ventana que no existe porque es una ficción.
Si creemos que las Cortes son un Parlamento donde se discuten proyectos de ley y discursean oradores disertos, si creemos esta paparrucha, entonces nos encabronaremos
Con el trampantojo nos topamos con la versión más artística de la ironía y el sarcasmo. Es su apoteosis. Porque el pintor es en puridad un malabarista disfrazado que nos escamotea lo que por un momento habíamos creído, como llegamos a creer en el cine que el polvo que echan los actores es real, carnoso y sudoroso.
Pues bien, ahora apliquemos esta teoría, apresuradamente descrita, a la realidad circundante.
Verbigracia: si creemos que las Cortes son un Parlamento donde se discuten proyectos de ley y discursean oradores disertos, si creemos esta paparrucha, entonces nos encabronaremos porque lo que vemos y oímos nos transmite una decepción aniquiladora. Pero si lo consideramos un trampantojo, una bombilla roja en la chimenea, entonces dormiremos una siesta apacible y hasta nos parecerá divertido.
Aplíquese la misma plantilla al presidente del Gobierno o a los ministros y diputados. Si pensamos que son señores / señoras / señoros circunspectos, cultos, solventes, con un gran acopio de lecturas, con ideas originales, con proyectos honestos, si creemos todo esto, digo, entonces la desilusión nos arrollará e incluso nos devastará la libido que es como los ilustrados llaman al estado que vive el cachondo o verriondo.
La caligrafía de la vulgaridad
Si, por el contrario, advertimos que son trampantojos, figuras de un caballete deformadas por el capricho de la óptica, entonces quedaremos tranquilos y con la mejor disposición de ánimo para abrir una botella de vino rojo macizo y acompañarla con un queso de oveja de Zamora curado por manos primorosas, de criaturas celestiales.
Viva pues el trampantojo y hagamos de él la cuenta corriente en la que anotamos lo que de festivo tiene la vida. Pues para lo penoso ya están quienes practican la caligrafía de la vulgaridad, la ignorancia y el sectarismo.