Estos últimos días se viene hablando de la potencial inconstitucionalidad del impuesto sobre grandes fortunas y su posible extensión en el tiempo -pese a que se bautizó como "temporal", aplicando exclusivamente en los años 2022 y 2023-, del probable fin del régimen fiscal portugués de impatriados, de los deportistas, youtubers e instagramers que se mudan a Andorra, de las ventajas fiscales de residir en Madrid a efectos de IRPF, de la reducción del marginal que en dicho tributo están llevando a cabo algunas comunidades autónomas desde que han cambiado de gobierno, y todo lo anterior tiene un denominador común: la residencia fiscal.
La residencia fiscal es la piedra angular en todo ejercicio profesional de valoración de las implicaciones fiscales a las que está expuesta una persona física (y también una persona jurídica), pues quien reside fiscalmente en un país está generalmente expuesto a renta y -en su caso- patrimonio a nivel mundial en dicho país, sin perjuicio de otros criterios de sujeción que puedan existir, como el de la nacionalidad que aplica en EEUU.
Y es que la residencia fiscal puede alterar notablemente la tributación global (renta y, en su caso, patrimonio) de una persona física y de su cónyuge y/o causahabientes o donatarios (a efectos de sucesiones y donaciones) si un individuo pasa de vivir en un determinado país a hacerlo en otro distinto, pero también puede cambiar sensiblemente si se reubica dentro de un mismo país, caso de España, Suiza o EEUU.
Adicionalmente en sede de residencia fiscal se dan situaciones anómalas, como la dualidad de residencia fiscal -cuando no media un convenio para evitar la doble imposición internacional-, situaciones atípicas, como la residencia fiscal híbrida -residentes tratados como no residentes, o no residentes tratados como residentes-, y luego hay factores determinantes a tener en consideración en un cambio de residencia fiscal como el denominado "exit tax", o tributación de salida, o la cuarentena fiscal, aplicable cuando el país de destino es una jurisdicción no cooperativa, lo que otrora se denominaba paraíso fiscal.
Dicho lo anterior, y abordando los cambios de residencia fiscal entre países, hay que empezar señalando que es un ejercicio desaconsejable sin un previo asesoramiento profesional, no sólo por el escepticismo -por no decir, en ocasiones, hostilidad- frecuentemente mostrada por la Administración Tributaria del país saliente, con la consiguiente lucha por retener la residencia fiscal de la persona en cuestión, sino por las potenciales implicaciones fiscales adversas que pueden derivarse de dicho cambio.
Por otra parte, no debe osarse realizar cambios de residencia virtuales, práctica de tiempos pretéritos que tampoco "funcionaba", toda vez que la monitorización de un contribuyente llega hasta la geolocalización por el móvil -aunque los tribunales intenten que se respete el derecho a la intimidad digital constitucionalmente protegido como derecho fundamental en el artículo 18 de la Carta Magna-, seguimiento del uso de tarjetas de crédito y testimonios de supuestos vecinos, por lo que no debe nunca infravalorarse la capacidad de control del Fisco.
Cambiar de residencia fiscal es algo absolutamente legítimo y cada vez más frecuente, atendida la creciente comunidad de expatriados por motivos de trabajo o la generalización del teletrabajo
A mayor abundamiento, cuando media un convenio para evitar la doble imposición internacional siguiendo el modelo OCDE, la compleja aplicación de las conocidas como "tie-breaker rules" (reglas para dirimir la anómala situación de dualidad de residencia fiscal) implican bajar a un nivel de detalle sorprendente en resultados, tales como computar como día de residencia unas pocas horas, o a equiparar a vivienda a disposición un aparthotel regularmente frecuentado con enseres personales. Por no comentar la enorme miga que tiene el concepto "centro de intereses vitales", con la obligada distinción entre los vínculos económicos, a su vez desdoblados entre país de obtención de renta y país/es de ubicación del patrimonio, y los personales, esa vis atractiva que supone la familia pero que en España constituye una presunción rebatible; y determinante conocer el criterio del Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional y la Dirección General de Tributos al respecto.
En resumen, cambiar de residencia fiscal es algo absolutamente legítimo y cada vez más frecuente, atendida la creciente comunidad de expatriados por motivos de trabajo, la generalización del teletrabajo que acentuó la Covid-19 y las notorias diferencias de presión fiscal que pueden llegar a haber entre dos países, o incluso en un mismo país entre dos regiones, pero dicho ejercicio debe realizarse no alegremente sino profesionalmente orientado y con suma cautela, pues implica atravesar un “campo de minas” con potenciales consecuencias fiscales adversas, la aplicación de reglas antiabuso que llevan a ignorar el cambio en determinados supuestos, y es una práctica que siempre está en el foco de la inspección, por lo que si se lleva a cabo, debe ser impecablemente, pues de lo contrario mejor quedarse donde uno reside.