Opinión

Una tarde con el club de fans del Yoyas

Ayer estaba con mi madre tomando un café en una terraza del barrio cuando llegaron dos señoritas y se sentaron al lado. Nunca he entendido muy bien esta manía que tienen algunas personas de buscar el calor humano, ya que habiendo muchas mesas libres, tie

  • Óscar Puente en la investidura de Alberto Núñez Feijóo -

Ayer estaba con mi madre tomando un café en una terraza del barrio cuando llegaron dos señoritas y se sentaron al lado. Nunca he entendido muy bien esta manía que tienen algunas personas de buscar el calor humano, ya que habiendo muchas mesas libres, tienen que elegir justo una mesa pegada a la nuestra. Iba con ellas un niño de unos siete u ocho años, con la mochila colgando a la espalda y dando patadas a un balón. Al llegar el crío tira la mochila al suelo, de un modo que ni yo tiro así la bolsa de basura en el cubo de la comunidad, y sigue pateando su balón, entre las mesas de la terraza.

Mi madre y yo continuamos hablando de nuestras cosas, a pesar de que a mi madre, que está un poquito sorda, le resulta más difícil escucharme a mí que a las señoritas de la mesa de al lado.

Llega un señor mayor con un perrito que parece la versión .zip de un dóberman: igualito, pero muy comprimido. El señor elige una mesa un poco retirada y se dispone a leer tranquilamente un periódico, mientras le va dando pequeños sorbos a la bebida y las patatas fritas de la tapa a Coquito, que así llama a la pequeña fierecilla que espera sentada pacientemente hasta que su humano le quiera dar otra patata.

Una conversación resuena en toda la terraza:

-Pues a mí no me parece bien que le hayan echado por lo de Almeida, si ni siquiera le pegó y el canijo ese montando el drama, que es lo único que sabe hacer esa gente.

-Ya ves, tía, si solo buscan el enfrentamiento, pero nosotros no somos como ellos.

En eso que asoma por mi cabeza mi Pepito Grillo, para decirme: “Rosita, relaja, mira qué feliz es Coquito con sus patatas fritas, ignorando todo lo que pasa en el mundo”.

Decido hacerle caso a Pepito, que siempre que le escucho me van bien las cosas, pero Coquito recibe un balonazo, suelta el “ay” característico de los perros y ya no se le ve tan feliz. Se pone a cubierto debajo de la silla que ocupa su humano, mientras este intenta averiguar cómo está su compañero.

-Luisiiiiiiiito, anda, siéntate a tomar el batido.

Esta es toda la recriminación que recibe Luisito, no hay tarjeta roja y ni siquiera amarilla. Así que Luisito ignora por completo a la que le trajo al mundo para que tuviéramos un déspota más en la faz de la tierra y sigue dando patadas al balón entre las mesas de la terraza.

-¿Y qué te parece Irene Montero con esa de Vox?

-Olé su coño moreno, que llega y le dice que se alegra de coincidir en un evento europeo para defender el derecho del aborto. La deja muerta, que la otra maleducada ni le saluda.

Yo estoy que ya no sé a quién escuchar: a las gritonas de al lado, que parece que están dando un mitin político sin megáfono, a Luisito, que nos está escenificando el último partido que se jugó en el Fifa de la Play, a Coquito, que gruñe cada vez que le pasa el balón cerca o a Pepito Grillo, que a esas alturas ya me está gritando: “¡Rosita, que te pierdeeeeeeeees!”.

Segundo balonazo con entrada peligrosa, que para mí habría sido motivo de expulsión: Luisito va detrás del balón y le acaba dando una patada en la espinilla al camarero.

-Luisiiiiiiiito...

Eso es todo. El árbitro está comprado y ciego, señores. El partido está vendido. No tenemos nada que hacer contra Luisito. Ni siquiera escuchamos la típica y frustrante amonestación: “sé bueno, que te va a regañar el señor camarero”.

En mi cabeza callo a Pepito Grillo y le digo que como uno de esos balonazos roce tan siquiera a mi madre, Luisito se queda sin batido porque se lo hago tragar, con botella y todo, a la adoradora de coños morenos.

Pero nos libramos del siguiente balonazo, que va dirigido nuevamente a Coquito, aunque esta vez Luisito no consigue marcar gol, ya que la pelota da en el poste de la portería en la que se ha refugiado Coquito bajo la silla y cuando Luisito se agacha para recoger el balón, Coquito le empieza a ladrar como si le quisiera sacar el hígado al niño a ladridos. El crío se ríe y le hace muecas de burla al perro, que está atado con su correa al reposabrazos de la silla de su humano. En esos momentos una piensa que sería gracioso que de pronto alguien le diera al botón de descomprimir y Coquito se convirtiera en un doberman entrenado por las SS.

-Señora, ¿puede decirle a su hijo que deje a mi perro tranquilo?

Ni el camarero tiene por qué aguantar sus patadas, su perro, los balonazos, ni todos los que estamos aquí tenemos que estar pendientes de que el crío no nos derrame las bebidas

-Es un niño, solo está jugando. Si su perro no sabe estar con niños ni con personas, llévelo a un parque de perros, no a una terraza.

-A mi perro le encantan las personas, porque está muy bien educado, no como su hijo, que es el que debería ir atado.

Goooooooooooooool inesperado del equipo local. Hay esperanza, aún podemos ganar el partido. Pero el equipo contrario no sabe encajar el tanto del adversario y se revuelve:

-¡A callar, viejo cascarrabias! Si no está a gusto ya se puede ir.

-No vale usted ni para ser madre, la naturaleza a veces no es tan sabia.

El marcador asciende a 2-0.

-¿Qué me ha dicho? ¡Será machista el tío! ¡Es usted un machista!

Señores, han cantado machista. Proseguimos para bingo.

El señor mayor desata a Coquito y se levanta. La pijichoniprogre se levanta también y se encara a él con gesto desafiante.

-Mire, señorita, mejor me voy porque no tengo edad para aguantar estas cosas y a usted no hay quien la aguante.

La fábrica de niños salvajes ya iba a soltar alguna otra barbaridad cuando escucha a su espalda:

-No señor, usted no tiene por qué irse. Esta señora y su acompañante, que cojan a Cristiano Ronaldo y se vayan a un parque a enseñarle a desfogar y a jugar a la pelota donde tiene que hacerlo, que ni el camarero tiene por qué aguantar sus patadas, su perro, los balonazos, ni todos los que estamos aquí tenemos que estar pendientes de que el crío no nos derrame las bebidas cada vez que pasa corriendo entre las mesas o nos atice con el balón.

¡Uy! ¿He sido yo la que ha dicho eso o ha sido Pepito Grillo, que ya se ha hartado? Estoy intentando averiguarlo cuando la mujer se da la vuelta y me mira con los ojos inyectados en sangre, así que me levanto y vuelve a hablar Pepito Grillo, en un tono muy calmado:

-Mire, a mí me importa un pepino de mar si tiene usted el coño moreno, rubio o pelirrojo. Ovarios tenemos las dos, pero educación solo una, así que se guarda la carta del machismo y nos deja a todos pasar una tarde agradable, si puede ser.

Finalmente, la amiga, acompañante o lo que sea, le dice: “Déjalo, Patri, vámonos”. Y se van las dos muy dignas, con Luisito, que consigue terminar el partido sin una amonestación.

El caballero me sonríe, vuelve a atar a Coquito a la silla y se sienta. Le pide al camarero otra bebida. Mi madre y yo pedimos la cuenta y nos dice el camarero que está pagado, que hemos sido invitadas por el dueño de Coquito, así que no me queda más remedio que darle las gracias y regalarle al perrete mi cestita de patatas fritas, que está sin tocar. Nunca entenderé por qué en este bar ponen patatas fritas con el café.

Entiendo que la gente vea normal que tengamos un Congreso que parece el club de fans del “Yoyas” y que la ministra de Igualdad se muestre cada vez que aparece en público como si hubiera recibido lecciones de educación

Y mientras acompaño a mi madre a su casa, al ritmo que nos permiten sus muletas, escucho su reflexión, en la que me dice que la gente ahora es muy maleducada. Me cuenta por enésima vez, y las que me quedarán, que espero que sean muchas, aquella ocasión en la que viajaba con mi padre y mis dos hermanos mayores en un autobús, camino de Alicante, y en la parada a mitad de camino que hacía el vehículo, una señora le dijo, al verles bajar con dos niños de 2 y 3 años en brazos: “¡Uy! ¿Pero estos niños viajan en el autobús? ¡Si no se les ha escuchado una voz!”

Al llegar a mi casa me doy cuenta de que es lógico que tengamos unos políticos que parecen sacados de aquel programa televisivo Esta noche cruzamos el Misisispi, a cada cual más esperpéntico. Entiendo que la gente vea normal que tengamos un Congreso que parece el club de fans del “Yoyas” y que la ministra de Igualdad se muestre cada vez que aparece en público como si hubiera recibido lecciones de educación y saber estar de la mano de “La Veneno”.

Entiendo todo esto porque si no tienes educación ni respeto, si no eres capaz de reprender a los tuyos cuando se portan mal, si no eres capaz de pedir disculpas cuando el de al lado te saca los colores, cómo puedo esperar que en la política esto sea diferente.

Después leo que Amancio Ortega ha incrementado su inversión en ladrillo en un 20% y Pepito Grillo me dice que a esa gente es a la que hay que imitar, que se vienen curvas, así que me descargo el Código de legislación registral y me apunto a un curso de fiscalidad inmobiliaria, porque prefiero intentar parecerme a don Amancio, que tener el coño como una mesa.

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