El pantano de Tous se desbordó en 1982 y se inundaron muchos pueblos de La Ribera, en Valencia. Mi familia, que es de un pueblo cercano, acogió durante un tiempo a otra familia que se había quedado sin nada. Era un matrimonio con sus dos hijos. Como ellos, otros muchos hicieron lo propio y acogieron a personas que perdieron todo en lo que, pensábamos, iba a ser el mayor desastre natural en Valencia desde la riada del 57.
Para la zona fue una tragedia durísima y en mi casa no hay año que no se recuerde. Mi madre, que siempre ve el lado positivo de las cosas, dice que aquellos días les unieron mucho y que ese vínculo se mantuvo durante mucho tiempo. Hoy, cuarenta y dos años después, la vida ha asestado probablemente el peor golpe que ha recibido Valencia en su historia.
Me van a permitir que hable como valenciana, más que como periodista, porque es mi identidad y el orgullo tan grande que siento por mi tierra el que me lleva a escribir estas líneas. Durante muchos años, hemos sido conocidos como la ciudad de la lujuria, de la corrupción, del ‘tete’ y de la ‘teta’, pero Valencia es otra cosa, los que somos de allí lo sabemos. Ha tenido que venir un desastre natural sin precedentes a recordarnos lo que realmente es este pueblo.
No hay consuelo y las administraciones llegan tarde. De no haber sido por los miles de voluntarios que no se pensaron dos veces en ir a la zona cero, la situación sería infinitamente peor
Desde antes de que tomáramos consciencia de la gravedad de la DANA, los grupos de Whatsapps comenzaron a llenarse de mensajes, primero preguntando si la gente estaba sana y salva y, después, ofreciendo ayuda de cualquier tipo. Las imágenes que nos llegan no hacen justicia a cómo se ha movido la ciudadanía para salir a la calle a aportar su grano de arena por pequeño que sea. Tengo la tremenda suerte de que todos mis amigos de Catarroja, Albal o Massanassa están bien, aunque muchos han perdido sus propiedades. En este momento, y conscientes de la magnitud de la tragedia, lo material ha pasado a un plano insignificante. La sensación de tristeza y frustración que desprenden sus mensajes es sobrecogedora. No hay consuelo y las administraciones llegan tarde. De no haber sido por los miles de voluntarios que no se pensaron dos veces en ir a la zona cero, la situación sería infinitamente peor.
Pertenezco a un barrio que está al otro lado del río. Mi casa familiar y mi colegio están a escasos kilómetros de las zonas devastadas. En momentos como estos, uno se siente muy insignificante. Hay que agradecer no sé muy bien a quién (o a qué) que tu familia esté viva cuando a tan sólo unos metros, la gente coge una caña para buscar los cadáveres de sus familiares entre las montañas de coches apilados en los barrizales.
Esa gratitud convive con un sentimiento de tristeza, frustración y de profunda impotencia. He pasado infinidad de veces por esas carreteras, por esos polígonos, por esos pueblos y ahora me resultan casi irreconocibles. Es en momentos tan críticos cuando se ve el ADN de una persona, cuando aflora esa palabra que define el corazón de la humanidad: la empatía.
Hace apenas unos meses conseguimos crear un grupo de Whatsapp con los amigos del colegio. Muchos nos perdimos el rastro durante muchísimo tiempo y, más de dos décadas después, nos buscamos, nos reencontramos y ahí estamos de nuevo. Estos días el grupo arde, hemos hecho la piña que formamos cuando éramos niños.
Jorge llevó una furgoneta entera de comida a Catarroja, Miquel se va por las noches a Paiporta donde los saqueos se repiten cuando cae el sol, José Javier está llevando camiones de comida de Albacete a Utiel, Rosana se va a limpiar bajos destrozados, otros tantos a auxiliar a los más perjudicados y así un largo etcétera. Entenderá el lector que esto no puede no contarse.
Valencia está plagada de jorges, joses y rosanas que están amortiguando el dolor de muchísimas personas para las que ahora mismo no hay consuelo. La ya conocida como ‘caravana de la solidaridad’ hace que se mantenga viva la fe en el ser humano. La tragedia natural que ha devastado a mi tierra no se va a olvidar nunca y mucho me temo que todavía nos queda un largo rosario de tristes noticias que soportar, con el corazón en un puño por la cifra de víctimas mortales que todos tememos que será mucho mayor.
Pero, una vez más, el pueblo ha estado a la altura a la que no ha llegado la administración. Dedicaré muy poco espacio a los que saquean comercios aprovechando los cortes de luz y que obligan a la gente a montar guardia en su chalet, o en su tienda, para que no les roben los poco que les queda. Son tan miserables como escasos. Por suerte, los valencianos somos otra cosa. Los españoles, en general, somos otra cosa. Solo nos falta creérnoslo.