El drama que ha supuesto, está suponiendo y supondrá la DANA que ha golpeado de madera inmisericorde a la provincia de Valencia y otros territorios próximos nos revela -una vez más- que la fuerza de la Naturaleza es incontenible. Las terribles imágenes, los relatos estremecedores y los abrumadores datos conocidos nos confirman que, cuando la Naturaleza se enfurece, deja al descubierto la auténtica nimiedad del hombre ante el entorno en el que habita.
Sucede así en las grandes riadas e inundaciones que se generan cuando el cielo llora a moco tendido, en los terremotos provocados cuando la Tierra tiene ardor de estómago, en los tsunamis y tempestades que se ocasionan cuando al Mar se le revuelven las tripas, en los huracanes y tifones que se generan cuando el Aire se pone nervioso…
Es así y lo es por mucho que, mediante su elogiable y creciente aceleración en progresión geométrica, la matriz tecnológica haya alcanzado un estadio que resultaba inimaginable hasta hace bien poco. Somos capaces de enviar congéneres al Espacio, hace ya décadas que conseguimos visitar la Luna, nuestros científicos han desentrañado el origen de nuestra Vida, cuestiones todas ellas impensables hace tan solo lo que es un cuarto de hora en la historia de la Humanidad, pero cuando la Pacha Mama desata su furia sobre nosotros, seguimos siendo una pequeña hoja de olivo indefensa ante un feroz viento que la mueve y la desplaza a su antojo y capricho.
Luchar para limitar los daños
Se diga lo que se diga -y se dice mucho al respecto- no hay acción humana que pueda oponerse eficazmente a la fuerza incontenible del Cielo, de la Tierra, del Mar o del Aire. Ni podemos evitar sus recurrentes enfados, ni somos capaces de controlar la dimensión de la ira con la que se enfadan. Resultamos inexorablemente víctimas de unos y de otra y no nos queda como remedio otra cosa que luchar para limitar sus daños.
Sucede que, con motivo de cada desastre natural, salen a la superficie dos esencias del ser humano tan opuestas como el yin y el yang chinos, como el Sol y la Luna, como la luz y la oscuridad o, por resultar más linealmente descriptivo, como el bien y el mal. Es algo que estos días puede observarse con nitidez debido a los dos tipos de reacciones que se están produciendo. Así, es imposible dejar de emocionarse viendo la entrega, la abnegación y el sentido del deber presentes en la actuación de los bomberos, policías, guardias civiles, militares… También es emocionante contemplar la conducta de los miles de ciudadanos de a pie que aportan ahora su voluntaria ayuda a los afectados y qué decir de aquellos que en las peores horas de la riada arriesgaron su vida para salvar la de otros. Todos ellos constituyen la mejor cara del ser humano.
Al tiempo, es imposible también no indignarse con aquellos que aprovechan el caos y el desorden para dar rienda suelta al saqueo y robo en domicilios particulares, vehículos, supermercados o comercios. Incluso -y es una lastimosa novedad- para proceder a la ocupación de viviendas, ese delito actualmente amparado y protegido por nuestro Ordenamiento Jurídico. No son sino la escoria de la humanidad, esa lacra explicativa de muchas de las maldades que el hombre es capaz de cometer contra el hombre.
Para tapar la hemorragia y curar las heridas provocadas por una calamidad natural no es lo relevante el tamaño del Estado, sino su nivel de eficacia. Algo que depende de su organización, así como del esfuerzo y recursos destinados para ello
Tampoco pueden quedar sin denuncia los execrables intentos de sacar rédito político a un desastre natural. Son muchas las voces interesadas que aprovechan el shock colectivo que provoca la tragedia para intentar expandir sus proclamas ideológicas afirmando que el combate contra los daños de cualquier ataque de la Naturaleza requiere aumentar la dimensión del Estado. Cuanto mayor sea éste mejor será la reacción paliativa de los daños de aquél vienen a decir de manera harto simple. La evidencia empírica les desmiente de manera categórica. No podía ser más grande el Estado en la afortunadamente extinta Unión Soviética y su capacidad de reacción ante el desastre de Chernóbil fue todo menos eficaz. No puede serlo en Cuba y no con ello el Estado cubano es capaz de evitar las cíclicas masacres que allí ocasionan los recurrentes huracanes que maltratan a la isla. Para tapar la hemorragia y curar las heridas provocadas por una calamidad natural no es lo relevante el tamaño del Estado, sino su nivel de eficacia. Algo que depende de su organización, así como del esfuerzo y recursos destinados para ello. Y en este punto, los que pensamos en liberal y aspiramos al mínimum state no pretendemos precisamente que el Estado se desarme ni en la defensa, ni en la seguridad, ni en el orden público. Tampoco lo pretendía así Adam Smith, de cuya fuente bebemos.
Declaraciones miserables
Junto a lo expuesto, en estos desgraciados días también ha salido a relucir la miseria de algunos políticos. Escuchar como en medio de la tragedia Margarita Robles acometía miserable y reiteradamente en una televisión contra la gestión de la crisis que está llevando a cabo el Gobierno autonómico de la Comunidad de Valencia producía náuseas. Como las producían también las declaraciones, asimismo miserables, de otro ministro como es Ángel Víctor Torres. Las manifestaciones de ambos quedarán para la historia de las actuaciones políticas más lacerantemente inicuas. Que se queden con su bilis y que disfruten tragándosela.