Cultura

Sobre la urgencia de no ser tú mismo

El problema con la doctrina de la autenticidad es que en ella no hay más punto de referencia que el «yo», que es tanto como decir que no hay más punto de referencia que la arbitrariedad

Una de las ideas que más ha prosperado en esta época es la que apunta a la necesidad de ser uno mismo. «¡Sé fiel a ti mismo!», repiten los coachs y los filósofos de baratillo, como si hubiesen hallado la piedra filosofal. La autenticidad ha devenido en el horizonte moral del ser humano. Ya no se trata de ser bueno, de adecuar la propia conducta a un ideal de vida, sino de ser uno mismo, de mostrarse ante los demás tal y como uno se percibe. En algunos casos, esto se concreta en la simple espontaneidad, en la proliferación de individuos que hacen lo que les apetece hacer, lo que les brota. En otros, acaso estos más esperanzadores, se traduce en la escucha de un brumoso yo interior que estaría pugnando por manifestarse, en la búsqueda del conocimiento de la propia esencia, en el afán por vivir al margen de las opiniones ajenas y de edificar así nuestro destino.

Tiene mucho sentido que este ideal florezca en nuestro tiempo, que es el de las redes sociales y el consecuente imperio de la apariencia. Frente al hombre que vive exponiéndose, ese cuyo mayor anhelo es agradar a otros que expresen su agrado con un like, es innegablemente lógico que emerja una filosofía de la autenticidad, una que predique menos la importancia de complacer al prójimo que la de ser fieles a nosotros mismos, una que sustituya el deseo de reconocimiento por una innegociable voluntad de autoexpresión. La idea que subyace, creo, es que la felicidad no se alcanza en el aplauso de los otros, sino en la fidelidad a nuestra condición. «Sé tú mismo y todo lo demás advendrá por añadidura».

Aun siendo lógica su aparición, la filosofía de autenticidad tiene un riesgo, y es el de la autocomplacencia. ¿No es acaso la invitación a ser uno mismo una invitación a conformarnos con el yo imperfecto que somos ahora? ¿Quién es uno mismo? ¿El yo que trata con la más sensual de las ternuras a su novia o el que humilla a su subordinado? ¿El hombre cándido que se arrodilla ante el sagrario o ese otro que tuerce el gesto cuando conduce? Sólo en un irracional acto de fe podemos concluir que nosotros somos nuestras buenas obras y no las malas, sólo pecando de una inadmisible ingenuidad podemos sostener que siendo nosotros mismos seremos buenos. Mi problema con la doctrina de la autenticidad es que en ella no hay más punto de referencia que el «yo», que es tanto como decir que no hay más punto de referencia que la arbitrariedad. De un criminal cualquiera tal vez pueda decirse que fue fiel a sí mismo, pero nunca podrá afirmarse que fue bueno.

Ser uno mismo no es tanto el propósito como la consecuencia de una vida lograda

Vemos que el ideal de la autenticidad es precisamente un anti-ideal. Le niega al hombre un horizonte hacia el que dirigirse y a cambio le da, tan sólo, un sitio en el que estar. Mi propuesta, frente al hombre de las redes sociales, el hombre que es lo que los demás demandan que sea, no es la del hombre que se afana en ser quien él es, sino la del hombre que pugna a diario por ser quien está llamado a ser.

Según el maestro Jorge Freire, «la persona es el yo con minúsculas que se las tiene que haber con la circunstancia, nunca contra ella. Mas, ¿qué le queda a esa persona si no es un ser único e inmutable? Poner la proa hacia un destino, descartando el resto de los destinos posibles. Ser, en resumidas cuentas, la mejor versión de sí misma». Hemos de preguntarnos menos quiénes somos, lo cual parece más o menos evidente, que quiénes debemos ser. Al hombre le define menos su condición que su fin, menos su ubicación actual que su horizonte.

El gran error de la doctrina de la autenticidad ―«¡sé fiel a ti mismo!»― es que toma el efecto por fin y el fin por efecto. Dice que siendo nosotros mismos seremos buenos, cuando lo que debería proclamar es que siendo buenos seremos nosotros mismos. Ser uno mismo no es tanto el propósito como la consecuencia de una vida lograda. Una de las grandes enseñanzas del cristianismo es que no hemos venido al mundo para ser ese hombre imperfecto que somos ahora, qué va. Hemos venido para ser ese hombre santo que el buen Dios ha previsto que seamos.

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