Opinión

La chica de la sotana

La chica que me vendió la sotana se llamaba Conchi. Me lo dijo y nunca lo he olvidado, no sé por qué. Fue hace muchos años, ella era casi una cría. Yo casi un crío.

Les pongo en antecedentes porque, si no, no van a entender nada

  • Ramos de flores y velas adornan la entrada de Vistebien, la tienda donde se produjo el asesinato en Tirso de Molina -

La chica que me vendió la sotana se llamaba Conchi. Me lo dijo y nunca lo he olvidado, no sé por qué. Fue hace muchos años, ella era casi una cría. Yo casi un crío.

Les pongo en antecedentes porque, si no, no van a entender nada. Nuestra amiga Inma se había empeñado en celebrar su cumpleaños, y de paso la nochevieja, con una fiesta disparatada y elegantísima que se había de celebrar en un chalé de la costa catalana, un pueblo que se llama Caldes d’Estrach. Hasta ahí todo bien. Pero es que Inma se subió a la parra y se empeñó en que los chicos fuésemos todos de etiqueta, porque ella había encargado un modelo monísimo de la muirti de René Zamudio y los demás teníamos que ir a juego con el vestidito.

Mi pareja de entonces y yo dijimos que de ninguna manera. Que no teníamos esmoquin y que no nos íbamos a gastar un dineral en comprarlo, total, por un capricho de Inma. Ella insistió en que sí, que de esmoquin. Nosotros, que no. Que sí. Que no. Y al final ella, harta, reventó: “¡Bueno, pues por lo menos id de negro!”.

Ahí me llegó a la cabeza una de esas ideas que se te ocurren tres o cuatro veces en la vida, una idea perfecta, malvada, insuperable. El problema era dónde conseguir una sotana. Jamás había tenido yo semejante ocurrencia. Busqué, pregunté, indagué. En la calle de la Montera había un par de tiendas que vendían uniformes y ropas “raras”, pero resultó que los dueños eran todos bastante franquienses (dicho sea esto en términos antropológico-prehistóricos) y, en cuanto se daban cuenta de que yo no era cura, o se negaban de plano a vendérmela o ponían unos precios disparatados.

Ya iba yo renunciando a la idea de la sotana cuando, de camino a casa de Paco, en la plaza de Tirso de Molina, vi una tienda que se llamaba Vistebien. En el escaparate tenían uniformes y vestimentas de camarero. Entré. En el mostrador había una jovencita rubiasca que era una pura sonrisa. Di los buenos días tratando de poner la cara más católica que pude.

–¿No tendrán ustedes, señorita, por feliz casualidad, vestiduras talares?

–¿Cómo dice?

–Sotanas. Que si tienen ustedes sotanas. Las de los curas.

Carcajada de la muchacha. Se reía como si sonasen campanitas. Qué bien me cayó.

–¿Y para qué quieres tú una sotana? Porque pinta de cura tú no tienes, hijo.

–Vamos a ver, señorita. Si para que usted me venda una sotana le tengo que decir que soy clérigo, pues se lo digo. Pero me obligará usted a faltar al Octavo mandamiento, que prohíbe mentir, y eso caerá sobre su conciencia. Usted verá.

Otra carcajada. Qué bien se lo estaba pasando la chica.

–Algo debe de haber ahí… Pero ¿cómo la quieres? ¿De cura normal, de obispo, de cardenal, de papa?

–¿Tenéis sotanas de papa? –yo abrí unos ojos como platos, maravillado.

–No, claro que no, solo te estaba siguiendo la broma. A ver, espera que te tomo medidas, que con estas cosas nunca se sabe. Quítate el chaquetón, anda.

Dio un paso atrás para comprobar el efecto. Le brillaban los ojos. Dijo: “Padre…”. Yo le di a besar la mano: “Dios te bendiga, hija mía, por esta buena obra que has hecho”

Me tomó medidas con una cinta métrica. Entró a las profundidades del almacén y salió con dos o tres. Me las arrimó a los hombros y a la espalda como si en su vida hubiese hecho otra cosa. Eligió una y yo aluciné cuando me dijo que lo mejor era que me la probase. Lo hice allí mismo. Impresionante.

–Espera, que te falta el alzacuello…

De alguna parte sacó una tira de celuloide blanco y ella misma me lo puso. Dio un paso atrás para comprobar el efecto. Le brillaban los ojos. Dijo: “Padre…”. Yo le di a besar la mano: “Dios te bendiga, hija mía, por esta buena obra que has hecho”. Nos mondábamos de risa los dos. Cuando me dijo lo que costaba palidecí: habría salido más barato el esmoquin, pero es que estaba yo más guapo que don Fermín de Pas, el magistral de La Regenta, y eso hay que pagarlo.

–Es que si te digo el precio al principio no te la llevas, padre…

–Luis. Padre Luis.

–Ay, encantada, padre Luis. Yo, Conchi. Ya me dirás si te fue bien para cantar misa…

Nos dimos dos besos y nos despedimos entre risas y reverencias y bromas. El cumpleaños de Inma fue inolvidable. Al vernos bajar por la escalera, a ella casi le da un síncope; yo le dije: “¿No pediste que viniésemos de negro?”. El clériman o clergyman de Juan Carlos y mi sotana fueron la sensación de la fiesta. Sobre todo porque no conocíamos a más de la mitad de los invitados, casi todos catalanes, y muchos se creyeron que éramos curas de verdad: mossèn para arriba y mossèn para abajo, toda la santa noche. A mí me tocó bendecir la mesa y acabé confesando, a las cuatro de la mañana y en el piso de arriba del chalé, pecados que a mí no se me habrían ocurrido nunca, por lo complicados e imaginativos, y que jamás diré a nadie porque hay que preservar el secreto de confesión.

Les juro a ustedes que me ha dolido como si hubiesen matado a un hermano mío. ¿Y eso por qué? Pues porque la conocía, nunca la olvidé

A Conchi, aquel amor de muchacha, la han asesinado el otro día en su tienda Vistebien, de Tirso de Molina, la misma en la que yo compré la sotana. Un malnacido entró a robar; ella se resistió, vamos, seguro, y el hijueputa la cosió a cuchilladas para llevarse los pocos euros que habría en la caja. Les juro a ustedes que me ha dolido como si hubiesen matado a un hermano mío. ¿Y eso por qué? Pues porque la conocía, nunca la olvidé. Matan a mucha gente en muchos sitios pero, para la inmensa mayoría, son números, si acaso nombres, si acaso noticias. Ya nos hemos acostumbrado a eso. Solamente cuando les ponemos una cara, y cuando esa cara nos es querida o recordada, cuando nos viene a la memoria cómo se movía o cómo se reía esa cara, se convierten en personas. Y por una persona brota el dolor que se merecen todas.

Solamente cuando les ponemos una cara, y cuando esa cara nos es querida o recordada, cuando nos viene a la memoria cómo se movía o cómo se reía esa cara, se convierten en personas

Hay que ser muy, muy miserable para tratar de sacar votos de un crimen como este. Alguien ha hecho esa asquerosidad: Santiago Abascal, quién iba a ser si no. Tiempo le faltó a este sujeto para asegurar en Twitter que el asesinato de Conchi fue cosa del “disparate de la inmigración”. Era mentira, por supuesto. El criminal y su cómplice, ya detenidos, eran españoles y tenían más antecedentes que una sentencia del Supremo. Nada que ver con los inmigrantes. El tal Abascal rectificó cuando se lo dijeron, pero anteayer el tuit seguía ahí. Sabe bien este hombre cómo funciona la calumnia: lo importante es soltarla y que ruede, ese es el mal que se busca. Si luego hay que recogerla, se hace bajito para que no se entere nadie…

He visto que la tienda Vistebien ha cerrado “temporalmente”. Pobre Conchi. Pobre Conchi, tan salada, que me besaba la mano en broma y se reía como un pájaro feliz. Ya estaba a punto de ser abuela.

Perdí la sotana en una mudanza. Pero el recuerdo de aquella muchacha no lo perderé nunca.

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