Hace medio siglo era una aspiración muy común entre los españoles, la democracia y la pertenencia a la Unión Europea. Con la transición política resolvimos brillantemente el primer anhelo y enseguida –como consecuencia– el segundo.
Algunas décadas después, dos significativas regiones de España andan huyendo de ambas conquistas: renegando de la democracia liberal para optar por su antítesis totalitaria, mientras queriendo huir de España también lo harían –obviamente– de la UE, para ser dos imposibles microestados parias. Allí se han hecho fuertes ideologías social-nacionalistas, cuyo norte político es el regreso a las tribus míticas de sus muy primitivos pasados. Por el camino están renunciando a hablar la segunda más comunicativa lengua del mundo, para reducirse a lenguajes tribales cuyo alcance social sería necesariamente limitado y por tanto aislante.
Afortunadamente, todavía una gran mayoría de españoles se sitúan en las antípodas de estos primitivos comportamientos y confían en el cosmopolitismo que tantos éxitos nos ha proporcionado. Sin embargo, la Unión Europea, esa gran meta de la España contemporánea, está dejando de ser lo que debería para deslizarse progresivamente hacia destinos entre problemáticos y decadentes; está dejando de ser una solución para ser, cada vez más, un problema.
La integración económica, política y monetaria de Europa tuvo un alcance histórico de extraordinaria importancia. Después de las dos guerras que asolaron Europa en la primera mitad del pasado siglo, con las terribles consecuencias de pérdidas de vidas humanas y los destrozos materiales acontecidos, el solo hecho de que tales recurrentes desgracias no puedan volver a suceder es por sí mismo suficiente para que nos felicitemos por todo lo conseguido. La paz europea occidental, a diferencia de la oriental, se basó en la libertad individual como razón de ser europeo.
No obstante el evidente éxito de los procesos de integración europea, lo conseguido no deja de ser imperfecto y claramente mejorable. Además de la paz en libertad, la principal finalidad de la Unión Europea fue y sigue siendo la mejora de la prosperidad económica y social, lo que no ha acabado de llevarse a cabo plenamente debido a una seria, es decir, estructural, crisis de competitividad que ha venido a cuestionar la posibilidad de crecimientos sostenibles de la economía y el empleo a largo plazo.
La distancia entre la renta per cápita de EU con la UE no ha dejado de agrandarse, mientras que el liderazgo tecnológico norteamericano nos ha empequeñecido hasta extremos cada vez más preocupantes
No obstante el evidente éxito de los procesos de integración europea, lo conseguido no deja de ser imperfecto y claramente mejorable. Además de la paz en libertad, la principal finalidad de la Unión Europea fue y sigue siendo la mejora de la prosperidad económica y social, lo que no ha acabado de llevarse a cabo plenamente debido a una seria, es decir, estructural, crisis de competitividad que ha venido a cuestionar la posibilidad de crecimientos sostenibles de la economía y el empleo a largo plazo. En el último medio siglo, la distancia entre la renta per cápita de EE. UU. con la UE no ha dejado de agrandarse, mientras que el liderazgo tecnológico norteamericano nos ha empequeñecido hasta extremos cada vez más preocupantes.
Con la excusa de agrandarse, la UE no solo no ha profundizado su supuesto mercado único, sino que dio pie a las únicas razones -que aún insuficientes- fueron las más serias y razonables que inspiraron el Brexit. Se va a cumplir este año una década del discurso del primer ministro británico, David Cameron, previo a que tuviera la fatal ocurrencia del referéndum del Brexit: "El principal objetivo de la UE es conseguir la máxima prosperidad, mediante la creación de riqueza y empleo. La UE debe vencer su crisis de competitividad completando el mercado único, eliminando trabas, sobre todo a las PYME, que debieran estar exentas de directivas europeas. La Comisión, que no deja de crecer, debe reducir su dimensión, al tiempo que debe rendir cuentas por responsabilidad democrática. Las normativas y directivas de la UE deben dejar de entrometerse en la vida doméstica".
Lo dicho hasta ahora, se puede resumir en los dos factores que nos alejan cada vez más del liderazgo tecnológico y la prosperidad económica de EE. UU.: seguimos muy lejos de disfrutar de un verdadero mercado único -debido a las trampas nacionalistas de las principales naciones– y la innovación, que determina la competitividad y consecuentemente la riqueza de las naciones, es perseguida burocráticamente desde Bruselas.
Una gran parte del estado de bienestar que disfrutamos lo financiamos con deuda que habrán de pagar las siguientes generaciones
La UE, según nos recordó hace algún tiempo Merkel, con sólo el 7% de la población mundial, ostenta el 25% del PIB mientras realiza el 50% del gasto social. Es materialmente imposible, envueltos, como estamos en una economía abierta y global que ha posibilitado el mayor crecimiento de la riqueza mundial de la historia, que tal "estado del bienestar" pueda mantenerse y menos aún aumentarlo si la economía europea no se dinamiza, es decir, mejora su competitividad respecto al resto del mundo que no cesa de competir cada vez mejor. No olvidemos que una gran parte del estado de bienestar que disfrutamos lo financiamos con deuda que habrán de pagar las siguientes generaciones.
Los países europeos no debemos ni podemos competir por costes de producción con las economías emergentes; nuestro desafío es emular con éxito a EE. UU. un gran país capaz de seguir creciendo –en PIB, población y renta per cápita– mientras domina persistentemente los cambios tecnológicos y goza de una envidiable calidad institucional que garantiza el círculo virtuoso de la creación de riqueza a través de la innovación tecnológica.
Es evidente que la UE se ha extendido más de prisa que profundizado en su verdadera unión, mientras ha ido perdiendo competitividad y cuestionado, por tanto, su Estado del Bienestar, mientras ha abandonado por el camino sus responsabilidades en materia de defensa. Europa está mucho más cerca, geográfica, política y económicamente, de los más graves riesgos en materia de seguridad y defensa que hoy amenazan el mundo que EE.UU. a cuyos recursos y política hemos delegado tácita e irresponsablemente nuestra responsabilidad como si no fuera con nosotros.
La guerra de Ucrania ha venido a recordarnos, en toda su crudeza, la pequeñez de la política de defensa de la UE; así, cuando un muy responsable comisario, Borrell dio un obvio paso adelante frente al grave desafío, se ha encontrado cada vez más desairado. La UE, sin medios suficientes de defensa, carece de política al respecto; porque la falta de ellos determina, necesariamente, la inacción.
Sin un mercado europeo homogéneo, la innovación –palanca del crecimiento sostenible a largo plazo- no podrá desplegar todo su potencial ni podremos retener, atraer y desarrollar talento –consustancial con la nueva economía digital– si los marcos institucionales no son favorables.
La UE necesita profundizar rauda y seriamente en su mercado interior, eliminar normativas que limitan la competitividad de sus empresas, prescindir de costosos programas de gasto –presupuesto agrícola, por ejemplo- que benefician a minorías en perjuicio de las mayorías y facilitar la vida de sus empresas con las menores restricciones posibles –el marco laboral es decisivo– para que puedan competir con éxito en una economía global.
La democratización de nuestro país unificó a toda la opinión pública –con independencia de sus credos políticos- y en consecuencia a casi todas las fuerzas políticas, al menos hasta ahora
Siendo discutibles tanto la legitimidad democrática de muchas decisiones europeas que afectan a los países integrados en sus instituciones como el intervencionismo de sus 'ordenanzas', para un país como España, que, nos guste o no, es muy propicio a desmesuras políticas, la pertenencia a la UE nos ancla en un espacio institucional que garantiza el desempeño libre de descarrilamientos políticos.
Desde el punto de vista español, la integración europea –pese a todo lo dicho– aporta además otro factor aún más positivo: como consecuencia de nuestro aislamiento político que imposibilitó inicialmente nuestra incorporación a las nuevas instituciones comunitarias, la democratización de nuestro país unificó a toda la opinión pública –con independencia de sus credos políticos- y en consecuencia a casi todas las fuerzas políticas –al menos hasta ahora– a favor de la integración en todas las instancias europeas. De hecho, es difícil encontrar en el panorama político español del último medio siglo algo que unifique más a la opinión pública española que la integración europea.
Frente a la crisis de identidad de la UE, la España de mañana -la del gobierno actual es imposible- puede y debe jugar un papel protagonista tratando de liderar junto a Alemania, Francia y quizás Italia los planteamientos reformistas que sienten las bases de una unión más verdadera, competitiva y solvente en la que las nuevas generaciones puedan sentirse integradas y orgullosas.
Se trata de que la UE deje de ser un problema, para que regrese a ser una solución a nuestras limitaciones institucionales y económicas; que falta nos hace.