Parece como si la elegante costumbre de esconder en los armarios la incultura, la ignorancia y la idiotez hubiera desaparecido. Está de moda exhibir las carencias, las deficiencias y los disparates.
Vivieron nuestros antepasados un periodo extravagante de lujo literario que se inició con la obra de Antonio de Nebrija y Fernando de Rojas antes de la llegada del siglo XVI. Los gigantes literarios se sucedieron hasta bien avanzado el XVII. Por entonces coincidieron en Madrid escritores como Cervantes, Quevedo, Góngora y Lope de Vega, genios que ilustraron con suficiencia y abundancia la Edad de Oro de las letras. Nunca desde entonces volvió a darse tan afortunada coincidencia.
Vino después la sequía del XVIII, y la lenta recuperación del XIX. El siglo XX, sin embargo, trajo la Edad de Plata con plumas como la de Unamuno, Valle Inclán, Machado y Baroja, y también García Lorca y Miguel Hernández. Y se extendieron por el siglo XX en brillantes obras como las de Camilo José Cela, Miguel Delibes, Carmen Martín Gaite o Ana María Matute. En las postrimerías del siglo XX y en el XXI hemos vuelto otra vez, según parece, a la sequía.
¿Qué tenemos ahora? Está de moda presumir de desnudez cultural, posar para dar a conocer que uno no se ha leído un libro en su vida, enorgullecerse de la ignorancia, de la inmadurez y de la mala educación. Lo ha puesto de moda la política y, para ejemplarizarlo, el sanchismo ha elevado la cortedad, la inelegancia y la zafiedad a la categoría de progreso.
Por eso nombró ministro de Cultura a un cadete, Miquel Iceta, fracasado en dos carreras universitarias y sin más instrucción que la recibida, con dudoso arraigo, en el bachillerato.
¿Qué tenemos ahora? Está de moda presumir de desnudez cultural, posar para dar a conocer que uno no se ha leído un libro en su vida, enorgullecerse de la ignorancia, de la inmadurez y de la mala educación. Lo ha puesto de moda la política y, para ejemplarizarlo, el sanchismo ha elevado la cortedad, la inelegancia y la zafiedad a la categoría de progreso. Por eso nombró ministro de Cultura a un cadete, Miquel Iceta, fracasado en dos carreras universitarias y sin más instrucción que la recibida, con dudoso arraigo, en el bachillerato.
No le importa al diputado Gabriel Rufián considerarse de barrio para justificar su rusticidad, su analfabetismo y su ordinariez, ni ha manifestado en momento alguno su intención de anegar la tosquedad.
Al adoctrinado socialista Patxi López no le afectó exhibir sus lagunas desde el cargo de lendakari sin haber superado el primer curso universitario y lo peor, sin sentir vergüenza. Si la siente, sin embargo, para hablar euskera, o inglés, prueba inequívoca de su cortedad. Dejo así evidencia de cómo en política se puede llegar muy alto con educación muy baja.
Los analfabetos de antes justificaban sus lagunas por las dificultades del acceso a la educación, los de ahora las exhiben como si fuera un éxito. Cada día el mercado tiene más en cuenta la mediocridad. Lo descubrimos en los elaborados métodos de la publicidad, tan ajustados a lo trivial para llegar con facilidad al parroquiano. Otras veces los espacios de televisión se dedican a sacar los tropiezos del personaje famoso de turno porque los programas culturales han desaparecido por falta de audiencia. Se prefiere lo frívolo, lo superficial, lo primario. Ese tipo social inculto que generamos son la clase dominante.
Ternemos una vicepresidenta que sale hasta en la sopa con sus discursos farragosos, que se enorgullece de tener un cerebro más vacío que el armario de un hotel y más seco que un pedregal
Si los políticos mediocres se protegían tras las cortinas, ahora se exhiben sin timidez en los escenarios. Contamos con una vicepresidenta segunda que sale hasta en la sopa con sus discursos farragosos, que se enorgullece de tener un cerebro más vacío que el armario de un hotel y más seco que un pedregal, un discurso más confuso que un ciego en un laberinto y unos gestos empalagosos y pedantes que parecen decirnos que la tierra es redonda y que ella, que es muy lista, lo ha descubierto. Y no es caso de excepción. Nunca fueron tan simples las declaraciones de los líderes políticos.
No me sumo a los halagos desmesurados a la obra de dos escritores recientemente fallecidos, Almudena Grandes y Javier Marías. Los elogios a novelistas en sus exequias pertenecen mucho más al fervor del duelo que al reconocimiento de su obra. No creo que se hayan ido dos gigantes, ni siquiera un autor esbelto y otra más bajita. No creo que ni el hijo de Marías ni la mujer del director de Instituto Cervantes superen el examen del tiempo. Languidecerán como también lo hicieron las obras del premio Nobel José Echegaray, del líder en superventas en Estados Unidos Vicente Blasco Ibáñez, las muy vendidas de José María Gironella y de Ángel María de Lera, e incluso las del líder en filas de admiradores en la Feria del Libro de Madrid, el novelista, articulista, dramaturgo y poeta Antonio Gala.
De vez en cuando nos sorprende la promoción de una novela. Pasa de boca en boca como si no hubiera otra, como si fuera la mejor. Unos meses más tarde, desaparece.
Hoy se publican más libros que nunca, y nunca fue tan difícil encontrar los buenos. Perdidos en ese bosque necesitaríamos contar con críticos de confianza, pero no los hay. Los comentaristas se unen a las modas, se acomodan al sentir popular y magnifican o hunden, con habilidad descriptiva, todo aquello que interesa engrandecer o aplastar. Por eso los escritores que despuntan un poco, casi siempre ajenos a los motivos estrictamente literarios, se convierten en ídolos. La gente necesita saber que tenemos fetiches culturales, lumbreras, aunque atravesemos un periodo de sequía. La literatura de hoy es plana, fútil, frívola y opaca. Se publica casi todo. Novelas insignificantes, poesía que nadie va a leer, narraciones anodinas y promociones editoriales.
La literatura es un arte, y también una forma de conocimiento, de estímulo intelectual, un modo artístico de acceder a las grandes verdades del hombre y su mundo. Eso lo sabía Shakespeare y Cervantes, pero los escritores actuales lo ignoran. No tenemos autores capaces de crear un universo de impacto en el conocimiento. ¿Son rachas o es el sentir de una época? Son tiempos de crisis política, institucional, cultural e ideológica, años de mala cosecha. Ojalá los tiempos venideros nos traigan la abundancia.
A ver si aflora con determinación un autor capaz de fotografiar este momento de España, la edad del hierro que impone el falso progresismo en los cenáculos falazmente culturales.