Uno de los escribas habituales del presidente del Gobierno, interesante novelista, salía en defensa hace unos días de los políticos actuales: buena gente, nada que ver con la caricatura de personaje mentiroso, parásito y corrupto que se nos pinta con excesiva ligereza. “Personas con un grado de idealismo y de entusiasmo que solo existe en ciertos espacios de la sociedad, como la educación”, escribía Luisgé Martín en El País. Sin embargo, no parece ser esta una opinión compartida por el común de los mortales. El Eurobarómetro de septiembre no podía ser más elocuente: la confianza de los españoles en los partidos políticos se había desplomado hasta niveles ínfimos. Sólo el 8% de los consultados confía en los partidos, muy por debajo de la media de la UE (21%). España, también en esto, no precisamente asunto menor, a la cola de Europa.
Argumentaba después Martín que quienes más han contribuido a multiplicar el descrédito de los políticos son precisamente los políticos. Y aquí no le falta razón. Se equivocaba, sin embargo, al achacar a la descalificación practicada por el adversario ideológico la responsabilidad principal del alarmante desprestigio del colectivo que sistemáticamente reflejan las encuestas (De nuevo el error de negar la responsabilidad propia y buscar siempre al culpable al otro lado de la calle). Sea como fuere, la mitad de las respuestas a esta pregunta que incluyen los barómetros del CIS, “¿Cuál es, a su juicio, el principal problema que existe actualmente en España? ¿Y el segundo? ¿Y el tercero?”, alude de forma negativa al comportamiento de los políticos: “los partidos políticos en concreto”, la “inestabilidad” y la falta de colaboración y acuerdos…
El avance de las posiciones ultras y los populismos extremos está íntimamente relacionado con el derrotismo que transmiten los ciudadanos cuando se les pregunta por la política
En el artículo citado, y bajo el título "40 años después de un tal González", Martín se hacía esta pregunta: “¿Son peores los políticos actuales que aquellos de los años ochenta que transformaron España de arriba abajo?” Y, obviamente, se respondía: “Es un lugar común repetir que sí, pero quizá sea justo lo contrario”. Alguno de los argumentos utilizados a continuación para defender su tesis era aún más sorprendente: aquellos, los del 77, tuvieron que inventar la política española; estos, los de ahora, han aprovechado sus enseñanzas, “aunque hayan conservado sus vicios”. ¿A qué vicios se refiere? No, desde luego, a la generosidad de la generación política de la Transición para enterrar odios y rencores; no, desde luego, a la enorme inteligencia demostrada para, en tiempo récord, desmontar la dictadura e iniciar una trepidante y fructífera etapa de convivencia en libertad; no, desde luego, a la capacidad demostrada por aquellos “inventores” para construir los amplios consensos que, a pesar de los intentos de desestabilización sufridos, siguen siendo los pilares de nuestro modelo de sociedad.
Felipe González sigue siendo un referente para muchos ciudadanos (¿lo será en un futuro Pedro Sánchez?), especialmente para los que son hijos de la Transición y siguen votando PSOE, porque, en primer lugar, fue un buen presidente. Desde la perspectiva que nos proporcionan las cuatro décadas transcurridas, y teniendo en cuenta el complejísimo contexto en el que ejerció su liderazgo (terrorismos, rescoldos golpistas, una estructura económica e industrial vetusta…), la gestión realizada por los sucesivos gobiernos de González (1982-1996) estuvo por lo general a la altura de las circunstancias. Pero ni cualquier tiempo pasado fue mejor, ni los años pasan en balde. Y si, a pesar de ello, las opiniones de González siguen siendo a estas alturas reclamadas por muchos -incluso algo más que sus opiniones-, no es por sus pasadas bondades, sino una de las consecuencias del proceso degenerativo que vino después, uno de cuyos efectos más visibles, y devastadores, es el derrotismo que se detecta en los ciudadanos cuando se les pregunta por la política.
Un reciente trabajo cifra en un 15% la inversión que puede llegar a retraerse en países cuyos líderes están inmersos en un proceso de notoria pérdida de credibilidad
En contra de la benévola, incluso comprensiblemente magnánima opinión expresada por quien se aproxima por primera vez al mundo de la política y palpa con las yemas de los dedos la atractiva epidermis del poder, la realidad es que los políticos de hoy no parecen haber aprovechado ninguna enseñanza. En los años 70 y 80 del siglo pasado la política se percibía como la solución. Era la solución. Hoy, como señalan la mayoría de estudios de solvencia acreditada, la política es uno de los principales problemas. Hoy, la mediocridad y la mala reputación de los líderes políticos es causa directa del florecimiento de los populismos extremos y tiene una incidencia directa en el retroceso económico, tal y como, por ejemplo, se apunta en el primer informe global que sobre reputación política ha realizado la consultora Thinking Heads y que será presentado el próximo lunes en Madrid. Este trabajo, que analiza el estado de la opinión pública en 37 países de los cinco continentes, entre ellos los del G-20, cifra en un 15% la inversión que puede llegar a retraerse en países cuyos líderes están inmersos en procesos de notoria pérdida de credibilidad (a la que habría que añadir la inversión ya realizada que huye a otros destinos).
Aceptemos, yo desde luego lo acepto, que la mayoría de los políticos son honestos, muchos de ellos conservan un elevado grado de idealismo y, por lo general, son buena gente. ¿Y? ¿Qué país nos están dejando estos dechados de virtudes? Deterioro de las instituciones, cuentas públicas insostenibles, pérdida de peso internacional… Y el presidente del Gobierno 168 días sin hablar con el líder de la Oposición. Todo en orden.
¿Cuál era la pregunta? Ah, sí: “¿Son peores los políticos actuales que aquellos de los años ochenta que transformaron España de arriba abajo?”
La postdata: el Poder Judicial ‘no’ es independiente
“Resulta así que la independencia judicial depende del modo de elección de los Vocales del CGPJ, lo que constituye un gran dislate. Cuando en la Constitución se afirma que la justicia emana del pueblo y se administra por Jueces y Magistrados integrantes del Poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley, se está describiendo el estatuto esencial de la judicatura y, dentro de él, de la independencia judicial, o la figura ‘constitucional’ de juez, que solo está sometido al imperio de la ley, aunque no sea absolutamente libre para interpretarla como le venga en gana, pues puede ser controlado por el Tribunal Supremo o, en su caso, por el Constitucional.
La Constitución ni dice, ni podría hacerlo, que el Poder Judicial, que compone una de las bases del Estado junto al Ejecutivo y al Legislativo, sea también independiente. Eso es un error que confunde al Poder Judicial, en cuanto parte conformadora de la estructuración del Estado, con el concreto Juez, en quien, como he dicho antes, se residencia la independencia. Ya sé que no falta quienes creen que todo eso es palabrería construida para ocultar la falta de independencia judicial, pero no tienen razón, porque todos y cada uno de los Jueces goza de independencia y es titular de ese estatuto constitucional”.
Gonzalo Quintero Olivares, catedrático de Derecho Penal; ex vocal del CGPJ. Publicado en ‘Almacén de Derecho’ (15.10.2020)