Un programa de Inteligencia Artificial (IA) provocó hace unos días un terremoto de alarmas e ilusión entre profesionales del diseño y arte gráficos. Si somos específicos en la descripción de los hechos, deberíamos señalar que quien originó el debate fue quien empleó el programa, Jason Allen, que lo utilizó para ganar un concurso de arte digital en Colorado, Estados Unidos. Esta puntualización puede parecer una perogrullada, pero es clave en todo debate en torno a la IA.
El software usado por Jason Allen para dar a luz su obra se llama Midjourney y, junto a otros como Dall-E o StableDiffusion, ha experimentado una evolución fulminante en apenas unos meses. Están basados en la tecnología Deep learning que, por sus resultados, no sólo supera en rapidez a la inteligencia humana, sino que además es capaz de simularla en algunos aspectos. En el caso del arte digital, el usuario-humano expresa verbalmente unos cuantos conceptos y la máquina, a partir de ellos, produce una imagen digital. Ante este panorama es natural que los diseñadores y artistas gráficos, y los fotógrafos, estén preocupados.
Todo esto nos lleva a la tradicional pregunta en torno a qué es el arte y quién es artista. Si nos enfocamos en el espectador, podríamos decir que arte es todo aquello que produce una serie de sentimientos y reflexiones que clasificamos en torno a diferentes categorías estéticas (belleza, repulsión, etc.). Sabemos, sin embargo, que el arte no puede reducirse a esto o, más bien, no puede aplicarse a todo aquello que genere sensación y pensamientos, pues cualquier contexto o persona puede producir estos (por ejemplo, contemplar la belleza de un paisaje). Presuponemos en el arte una intencionalidad: no sólo un receptor que disfruta una obra, sino también un emisor que la ha realizado con el ánimo de que la contemple otro (aunque ese otro sea uno mismo).
En el arte es fundamental el quién, motivo por el cual valoramos más un pequeño esbozo garabateado por Pablo Picasso que una copia indistinguible del Guernica. El problema que enfrenta actualmente una parte importante del arte es su tendencia a centrarse en el quién, y no tanto en el qué. Da la impresión de que algo es arte únicamente porque su autor lo ha decidido así, y pide por tanto una cifra obscena a aquel que quiera hacerse con su obra. No es de extrañar que en algún museo el personal de limpieza haya confundido con basura una de las obras expuestas y lo haya retirado junto al resto de deshechos.
La inteligencia artificial y sus peligros
Quién hace la obra, sin embargo, continúa siendo relevante. En el caso de aquellas obras producidas usando un software de IA tenemos la verdad de Perogrullo que mencioné al principio: fue Jason Allen quien indicó al programa qué tipo de imagen quería diseñar. La voluntad es señal de conciencia auténtica, algo que va más allá de simples algoritmos analizando, produciendo y descartando datos. Quizá esto no ofrezca mucho consuelo a los profesionales que están preocupados por los senderos que va a recorrer en el ámbito del diseño, pero es el asunto clave a tener en cuenta cuando pensamos en los peligros que implica en sí misma la IA. A muchos les preocupa que las IA tomen conciencia de sí algún día y lleguen a suponer un peligro para la raza humana. Al menos esto es lo que nos vende la ciencia ficción.
Muchos ignoran que, en la famosa novela de Mary Shelley, Frankenstein es el científico que crea al monstruo, el malo de la pleícula, y que la criatura es la víctima
Esta preocupación desaparece hablando con cualquier filósofo especializado en el campo conocido como “mente-cerebro”. Los filósofos llevan milenios tratando de desvelar cómo funciona nuestra conciencia, cómo es posible que conozcamos y tengamos voluntad, y todavía no han dado una respuesta definitiva (al menos no el tipo de respuesta concluyente que solemos esperar en este tipo de temas). Los filósofos se plantean si es posible que seamos libres, pues dependemos de condiciones materiales (el cerebro) para tener voluntad y expresarla. En estos interrogantes los acompañan neurólogos y más científicos, sin encontrar respuestas concluyentes y sí muchos misterios inasibles. Si ignoramos cómo funciona nuestra conciencia, nuestra voluntad y nuestra libertad, ¿cómo vamos a ser capaces de crear un artefacto que las posea? Los que no se dedican a esta disciplina se creen Frankstein y consideran factible algo que no lo es en absoluto. De hecho, es posible que la mayoría de ellos ignore que, en la novela, Frankenstein es el científico que crea al monstruo, el malo de la película, y su criatura es su víctima.
Soñamos con hacer realidad la fábula de Pigmalión, sin llegar a caer en la cuenta de dónde están los auténticos peligros de una tecnología mal empleada. El más obvio, la progresiva pérdida de capacidad para la reflexión y la abstracción que implica la tecnología, especialmente si nos centramos en la presencia cada vez más generalizada de ella en el ocio: estamos reduciendo éste a la contemplación de vídeos e imágenes, actividades completamente pasivas y cada vez más adictivas. Asimismo, representa un peligro grave para la libertad individual la cantidad ingente de datos que emite cada usuario a lo largo del día, y el intercambio que de estos hacen las esferas política y económica. Ya nos pusieron a prueba con el pasaporte covid, y en lugares como China se utilizan técnicas de reconocimiento facial para controlar a la población. Por no hablar del uso de esta información para manejar qué asuntos poner en la agenda política y cuáles de ellos relegar al olvido. Todos estos temas son los realmente preocupantes y no la distopía de robots conscientes de sí mismos y acabando con el género humano.