La II República Española, a pesar de haber llegado de una manera un tanto extraña porque no es normal que caiga una monarquía tras unas elecciones municipales en las que ganan las candidaturas monárquicas, fue recibida con esperanza y alegría por la inmensa mayoría de la población española.
Pero, casi desde el primer momento, empezó a cometer graves errores. No voy a hablar de la confusa, por no decir estúpida, reacción del Gobierno Provisional el 10 de mayo, cuando comenzó la quema de conventos, sino de la convocatoria de elecciones constituyentes. Se convocaron deprisa y corriendo y, además, los líderes republicanos no buscaron de ninguna manera el diálogo con las fuerzas que podían representar a las derechas tradicionales y a los monárquicos para consensuar, siquiera mínimamente, el procedimiento de elaboración de la Constitución. Esas elecciones se celebraron el 28 de junio y, entre unas cosas y otras, la presencia en las Cortes de las derechas, incluida la republicana, fue muy escasa y poco significativa. Se hizo allí realidad el ideal de Azaña, el de construir una república sólo para republicanos, y para republicanos de izquierda, lo que, al final, se demostró como uno de los principales pecados originales de aquel régimen.
¿Podemos quitarnos la chaqueta?
De manera que los diputados comenzaron sus trabajos constituyentes en pleno mes de julio en Madrid, en la Carrera de San Jerónimo. Aunque entonces aún no se había empezado a calentar el planeta por la acción pecadora del hombre capitalista, como pasa ahora, hacía un calor sofocante y cuenta leyenda –y ya sabemos que las mejores leyendas son las apócrifas- que, en un pleno, un diputado le gritó al presidente: “Presidente, ¿nos podemos quitar la americana?”. El presidente era, nada menos, que don Julián Besteiro, uno de los pocos políticos de aquella época al que la Historia cada día le prestigia más y no como les pasa a sus correligionarios de entonces. Y Besteiro, que era un hombre especialmente elegante -se le comparaba siempre con un gentleman inglés, cuando había de eso por el mundo-, contestó con una flema verdaderamente británica: “Sí, señoría, pero cada uno la suya”. Parece que sabía perfectamente con quién se estaba gastando los cuartos.
Recordar esto, al margen de si ocurrió así o no, puede servir para darle otra idea a Pedro Sánchez para que una lo de la americana a lo de la corbata como armas letales en su lucha sin cuartel contra Putin para salvar a Europa, que sin él no sabe bien qué hacer.