Cultura

Carpentier contra Cugat: el libro que desvela el poder de seducción de la música cubana

Reaparece un texto clave para comprender los sonidos de la isla, firmado por el prestigioso novelista Alejo Carpentier

Uno de los grandes lanzamientos del ensayo musical este año se titula La música en Cuba. Orígenes e historia: del clasicismo colonial al afrocubanismo (1946), que publica el sello barcelonés Libros del Kultrum. “Esencial para comprender cómo se fusiona la herencia culta con la popular. Cómo emerge en la sociedad la tradición africana y cómo la pasión por la danza se convierte en seña de identidad cultural”, explica desde la portada una frase de Santiago Auserón, líder de Radio Futura, del proyecto Juan Perro y sonero mayor de España. La calidad de la prosa está garantizada, ya que viene firmado por Alejo Carpentier (1904-1980), pieza clave de las letras latinoamericanas en el siglo XX, que dedicó parte de su trayectoria al periodismo.

Iván de la Nuez, crítico de arte cubano afincado en Barcelona, firma un prólogo que va directo al meollo: "Este libro trata de una isla parecida al paraíso y de cómo fue poblada por la música. Esta historia empieza en un archipiélago de recolectores, cazadores y pescadores, sin música y sin gobierno, entregados a la fuma del tabaco y la sensualidad colectiva. Es este el primer tratado de historia de la música en Cuba, recorremos aquí desde el siglo XVI hasta el mo- mento en que esa música triunfa en el mundo de la mano de El Manisero de Moisés Simons, por una parte, y de la orquesta de Xavier Cugat, por la otra”, explica. Carpentier "tampoco perdona la deriva musical de Ernesto Lecuona ni se corta a la hora de atizar a Cugat, que le parece algo así como un usurpador poco serio".

Estamos, según explica De La Nuez, ante el primer texto con forma de ensayo de Carpentier: “Cuando publica este libro, faltan aún trece años para el triunfo guerrillero de 1959 y para que su autor se convierta en uno de los intelectuales orgánicos de la Revolución, ostentando altos cargos políticos -director de la Editora Nacional, vicepresidente del Consejo Nacional de Cultura- o diplomáticos. Tampoco es todavía el novelista fundador de lo real maravilloso, ni el narrador de las grandes alegorías de la revolución en el Caribe o de los dictadores latinoamericanos, ni el hombre fascinado por Haití o el río Orinoco. Allí transcurre una de sus grandes novelas, Los pasos perdidos (1953), en la que el experto de un museo occidental viaja a una comunidad indígena para traerse sus instrumentos musicales a Europa. Esta obra, por cierto, permite más de un parangón con el Fitzcarraldo posterior de Werner Herzog. La música está presente, asimismo, en El acoso, una novela experimental de 1956 cuya trama dura lo mismo que la Sinfonía Heroica de Beethoven. O en Concierto Barroco (1974) y La consagración de la primavera (1978)”, recuerda el prologuista. A continuación, reproducimos en Vozpópuli un fragmento clave del libro:


Carpentier y la música popular

Por una rara paradoja, la boga mundial que favoreció ciertos géneros bailables cubanos a partir de 1928, hizo un daño inmenso a la música popular de la isla. Cuando los editores de Nueva York y de París establecieron una demanda continuada de sones, de congas, y de rumbas –designando cualquier cosa bajo este último título– impusieron sus leyes a los autores de una música ligera, hasta entonces llena de gracia y de sabor. Exigieron sencillez en la notación, una menor complicación de ritmos, un estilo “más comercial”. Dóciles, muchos de los favorecidos por el mercado extranjero se aplicaron a internacionalizar lo cubano, reduciendo al banalísimo cuatro tiempos de jazz, expresiones que debían su encanto y su fuerza, precisamente, a una gráfica inhabitual. Los "arreglistas" norteamericanos y parisienses hicieron el resto. Y, de este modo, surgieron esos engendros que se llaman la rumba-fox, la canción-slow, el capricho afro, la conga-fox, sin hablar de la rumba-musulmana (Ali Babá de Lecuona), que se escuchan en todas partes, y que orquestas como la del Sr. Xavier Cugat –particularmente bien situado para edulcorar todos los tipos de música latinoamericanos– se encargan de difundir a gran escala.

Sólo en bailes muy populacheros puede oírse, todavía, un cabal sonido de voces y de percusión

Regresando al punto de partida, esos productos híbridos, dorados por el buen éxito pero despojados de savia popular y de autenticidad, contribuyeron a crear un confusionismo que bien puede significar la muerte de ciertos géneros musicales creados por las ciudades. Por lo pronto, las orquestas de son en estado puro, tal como las conocimos en 1920, han desaparecido de los grandes centros urbanos, ante la presencia de conjuntos dotados de saxofones, trompetas y trombones. Sólo en bailes muy populacheros puede oírse, todavía, un cabal sonido de voces y de percusión. Orquestas como la de Paulina Álvarez, empeñadas en tocar todavía el danzón, de acuerdo con sus mejores tradiciones, constituyen una noble excepción. El género bufo, en su expresión más acabada, ha muerto al cerrar sus puertas el Teatro Alhambra, hace años. Los “negritos y gallegos”, que aún andan por la isla, son apenas un reflejo de un tipo de espectáculo que contribuía a mantener ciertas manifestaciones de la música popular criolla al abrigo de toda contaminación.


Muerto Jorge Ánckermann, muerto Moisés Simons –autor del mundialmente famoso Manisero y de dos operetas estrenadas en París– Eliseo Grenet se cuenta entre los pocos que cultivan los géneros tradicionales con buen conocimiento de sus características y maneras. Le debemos algunas páginas deliciosas, dignas herederas de las guarachas del siglo XIX y de las tonadillas escénicas negras de un Enrique Guerrero. Otro músico, muy bien dotado en sus comienzos, Ernesto Lecuona, no ha logrado mejorar los aciertos primeros de la Danza lucumí, de la Danza de los ñáñigos y de La comparsa. Su Rapsodia negra, para piano y orquesta, estrenada recientemente en Nueva York con gran alharaca, es una obra inconexa y superficial, más hecha para halagar el gusto medio norteamericano, que para traducir, de alguna manera, un aspecto de la realidad sonora de la isla.

Pero, por suerte, ahí está el pueblo; ese pueblo sorprendentemente impermeable a las influencias extrañas, que sigue concurriendo a bailes en que se le invita a "sacar el boniato", como se "rajaba la leña" en los días de la Má Teodora. El criollo del arrabal y del poblado sigue produciendo música. Su folclore está más vivo que nunca. En Manzanillo se baila el son, al compás de los órganos de Borbolla. En casas de Regla y de Marianao percuten los batás. El danzón, rechazado por los editores de París y de Nueva York, está manifestando una rebeldía sorda, bajo aspectos más o menos vergonzantes. De pronto, el juerguista de cuarterías se las arregla para imponer a toda La Habana –incluyendo los salones burgueses– una novedad rumbera del tipo de El bote. Muy lejos, más allá de los campos de caña, cuando se encienden las luciérnagas, las noches de ciertas aldeas se pueblan de tambores, de maracas y de cantos. Y sigue bien presente en el hombre de la calle, el espíritu garboso, ocurrente y chévere de Papá Montero, el "náñigo de bastón y canalla rumbero" que Alfonso Reyes cantara cierta vez en un poema famoso.

'La música en Cuba. Orígenes e historia: del clasicismo colonial al afrocubanismo' se publica el próximo martes 24 de mayo en Los Libros del Kultrum.

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