Cuando se usa una expresión como ‘la solución para Cataluña’, normalmente se está partiendo de un error o de una mentira. No hay un problema catalán que solucionar, y desde luego las propuestas que se plantean no tienen como fin mejorar la vida de los ciudadanos catalanes. El fin que se persigue es evidente para cualquiera que haya observado la política española durante los últimos cuarenta años: de lo que se trata es de mejorar la vida de algunos ciudadanos catalanes. En concreto, de quienes llevan cuarenta años empeorando la vida de muchos otros ciudadanos españoles.
En Cataluña no hay un problema, sino varios. El primero de ellos es el nacionalismo. La Transición sigue viéndose hoy como una hazaña política porque veníamos de una dictadura, y claro, no todas las comparaciones son odiosas. Pero lo cierto es que la Transición convirtió a España en un país extraño. Preparó el camino para que pequeños regímenes particulares continuasen la tradición franquista de distinguir entre buenos y malos nacionales, y no tuvo que pasar mucho tiempo hasta que esos regímenes dieron con la seña de identidad de la nueva era política: en España era posible que un español se sintiera extranjero en su propia tierra. No sólo era posible, era esencial, diría el Dr. Strangelove. Y esto es lo que significa nacionalismo, al menos en nuestro caso: la destrucción planificada de cualquier rastro de pertenencia a una realidad nacional común.
Durante un tiempo pareció que los mecanismos de defensa que activan todos los países cuando un enemigo busca su destrucción habían funcionado. Apareció incluso el rey Felipe VI con un mensaje institucional claro y firme
El segundo problema es la educación. No tanto el sistema educativo, que es un elemento central del punto anterior, sino algo más básico. Los nacionalistas catalanes han podido construir su régimen desde la ley que proporcionó la Transición, pero también alrededor de ella. Las pequeñas vulneraciones de normas y derechos daban lugar a recursos y a sentencias que eran sistemáticamente ignoradas. Y en 2017 llegó la única consecuencia posible de esta larga y fructífera educación sentimental: el golpe de Estado. Durante un tiempo pareció que los mecanismos de defensa que activan todos los países cuando un enemigo busca su destrucción habían funcionado. Apareció incluso el rey Felipe VI con un mensaje institucional claro, firme y adulto, pero hoy sabemos que aquello no fue más que el canto del cisne.
La semana pasada el Gobierno puso fin a esa breve excepcionalidad histórica en la que habíamos estado viviendo, la del cumplimiento de la ley. Días antes, los ministros y dirigentes del PSOE se embarcaron en una concienzuda campaña de descrédito contra la Justicia y el Estado. Las sentencias eran venganza, el recuerdo del crimen era revanchismo y todos habíamos cometido errores. La división externa de propaganda también se puso en marcha, y los golpistas salieron a la calle en buena compañía. Unos decían que salían para solucionar el problema, otros decían que salían porque la prisión no solucionaba nada. Y la gente -no sólo los indultados- aprende. Son muchos años, y la última lección ha sido de las que no se olvidan.
El robo del dinero público
Los españoles hemos entendido que si un movimiento cuenta con la bendición del PSOE, entonces no está obligado a cumplir la ley y contará incluso con el apoyo del Gobierno. Hemos aprendido que el robo de dinero público es el delito que con más empeño denuncian los medios de comunicación progresistas, salvo que el dinero se ponga a disposición de un proyecto totalitario nacionalista. Y hemos comprobado que todos somos españoles, pero algunos son menos españoles que otros, y eso otorga beneficios considerables. La defensa del honorable Mas-Colell, el economista más brillante del país según los periodistas entregados a la causa, es un buen ejemplo de ello: da igual si como consejero de Economía contribuyó a la financiación ilegal de la propaganda golpista; por encima de todo es un nacionalista comprometido y un intelectual brillante, y la severidad de la ley debe quedar para los mediocres y para los no integrados.
La solución era evidente: educar a la siguiente generación en el respeto a la ley, en la necesaria correspondencia entre la palabra y la realidad, en la defensa de lo común
Podríamos seguir enumerando los problemas que constituyen el paisaje catalán: la gestión de la frustración, el papel de la prensa, la renuncia a dar a las cosas su nombre preciso. Todos comparten un mismo fondo filosófico, y por eso la solución era evidente: educar a la siguiente generación en el respeto a la ley, en la necesaria correspondencia entre la palabra y la realidad, en la defensa de lo común, en la acción individual virtuosa y en la acción colectiva prudente. Era la única solución para el mal llamado problema catalán, y es evidente que nunca se hará; ya no tenemos tiempo, ya no hay quien lo enseñe y desde luego no hay nada de eso en España 2050.
Los sofistas de nuestro tiempo han aprendido que lo que se espera de ellos no es luz sino sombra, y arrojan conceptos vaciados como “convivencia”, “magnanimidad” o “paz social” para justificar la degradación del Estado y la suya propia, la intelectual. Cuando alguien muestra algún aspecto concreto de la vida en esa sociedad profundamente injusta y con tintes totalitarios, nuestros sofistas se olvidan de la empatía y aportan gráficos, papers e informes para decirle que miente o exagera, que el ambiente social en Cataluña no es muy distinto al que hay en Murcia, en Cáceres o en León. Y cuando alguien constata que todo lo que importa está roto, preguntan por los escombros desde una literalidad desacomplejada. Ellos están perfectamente integrados en el nuevo tiempo que anunció Sánchez la semana pasada. Para los otros, los que saben que las consecuencias de ser designado extranjero en su propio país van mucho más allá de lo simbólico, ya sólo queda la retirada al Jardín de Epicuro. Si se lo pueden permitir.
Leemos estos días que los indultos son sólo el principio, y parece que no puede haber un análisis más pesimista. Pero nos lo parece porque aún no hemos asumido que los indultos suponen, antes que nada, el final de muchas cosas.