Yolanda Díaz Pérez nació en Fene, muy cerca de Ferrol (La Coruña) el 6 de mayo de 1971. Como dirían todavía algunos anacrónicos, es roja por familia: nació a dos pasos de los astilleros de Navantia; su padre, Suso, fue militante del PCE ya durante la dictadura y líder sindicalista; y su tío, Xosé, hermano gemelo de Suso, fue diputado por el BNG en el Parlamento gallego. La madre, Carmela, ya fallecida, tuvo tres niños, varones los dos primeros. Yolanda es la pequeña. Quiérese decir con esto que Yolanda vivió la política desde niña y que, inclumpliendo la famosa ley del péndulo que indica que de una familia de derechas salen chicos de izquierdas, y al revés, ella siguió la tradición familiar. Recuerda con unción el día en que, teniendo cuatro años, Santiago Carrillo le besó la mano. O tenía otra edad la hoy ministra de Trabajo, o debió de tratarse de una aparición, porque Carrillo, en 1975, estaba en el exilio; no entraría en España, protegido por la célebre peluca, hasta el otoño de 1976. Pero los recuerdos son libres, los mitos también y la buena intención es lo que cuenta.
Desde niña, Yolanda Díaz es de las que no paran quietas un segundo. No sabe lo que es perder el tiempo. De pequeña tuvo la idea de ser filóloga, pero se licenció en Derecho por la universidad de Santiago de Compostela. Hizo un máster en Urbanismo. Hizo otro máster en Relaciones Laborales. Hizo un tercer máster en Recursos Humanos, que es su especialidad. Trabajó de pasante, como es obligado (lo hizo en el bufete de Manuel López), pero en 1998 abrió su propio despacho. Se hizo muy conocida y además temible, porque como abogada era tremenda. Defendió muchas veces a los trabajadores de los ERE. A las víctimas de despidos improcedentes. A los contratados o subcontratados en condiciones humillantes. A la gente sin dinero, a los excluidos y a los desesperados. A los pescadores de las cofradías de su tierra. A los mariscadores. Todo esto, muchas veces, a la vez. A nadie puede extrañar que duerma muy poco.
Quizá por todo esto una mujer de carácter fuerte, más nerviosa que tranquila, enérgica pero al mismo tiempo alegre. No tiene obsesión por el poder. No fantaseaba de niña con ser presidenta del Gobierno. No le inquieta la popularidad, ella va a lo suyo. Es militante del Partido Comunista, pero no es en absoluto una persona dogmática a pesar de ser muy amiga de Pablo Iglesias. Más bien al contrario: quienes la conocen la tienen por una persona con un don especial para buscar y alcanzar acuerdos con otros, para trabajar en común o al menos en equipo, para negociar y para conseguir cosas mediante el consenso; aunque sus rivales políticos, como quizá no podía ser de otra manera, la tachan de mandona, de intolerante y de avasalladora. Eso sí, está acostumbrada a la bronca política. No la busca pero nunca la rehúye.
Lo que no le gustan son las tonterías ni las pérdidas de tiempo. De ahí que haya abandonado Izquierda Unida, a la que Alberto Garzón (ministro con ella en el actual gobierno) sometió a un proceso de licuación y luego evaporación constante que aún no ha terminado. Pero ella mantuvo su militancia en el PCE. Un beso en la mano de don Santiago es algo que marca mucho.
Su carrera política siguió los pasos habituales: concejal primero, y luego teniente de alcalde del Ayuntamiento de Ferrol. Fue candidata a la presidencia de la Xunta de Galicia (por Esquerda Unida) en 2005. No llegó al 1% de los votos. Volvió a intentarlo en 2009. Tampoco consiguió representación, pero esas cosas a ella le importan poco: cuando algo sale mal, lo que hay que hacer es empezar otra cosa, o la misma pero de otra manera. Esa es su manera de proceder. En 2012, gracias a un complicado acuerdo de pequeñas fuerzas de izquierda, logró seis diputados en la Cámara gallega.
Llegó al Congreso de los Diputados en las elecciones de diciembre de 2015, gracias a la coalición En Marea (los de IU se enfadaron; ella no), que acabó integrándose en el grupo parlamentario de Podemos, lo mismo que los “primos” catalanes y valencianos.
Alguna vez ha dicho que odia las bodas, pero se casó con el delineante Juan Andrés Meizoso en noviembre de 2004. Por lo civil. En el centro Torrente Ballester de Ferrol. Y vestida de rojo, por si alguien tenía alguna duda. Fruto de esa relación es Carmela, sin duda la persona más importante de su vida (la cuenta de twitter de la ministra se llama yolanda_carmela). En 2012 no dudó en llevar a su bebé en brazos a las reuniones políticas, lo cual provocó bufidos entre los más ortodoxos de su partido. Lo mismo harían, tiempo después, otras mujeres como Carolina Bescansa o Irene Montero.Los bufidos se repitieron, mucho más generalizados pero más apagados cada vez, como es comprensible. En cualquier caso, la inquieta y bullidora Yolanda Díaz fue señalada como la “diputada más activa” del Congreso en 2018.
Cuando Iván Redondo consiguió levantar en dos noches el castillo de naipes del Gobierno de Pedro Sánchez, en enero de 2020, a Podemos le correspondió una cuota de ministros. Uno fue Alberto Garzón, no hubo más remedio. Otros dos, Irene Montero y el sabio Manuel Castells. Pero Pablo Iglesias, que iba de vicepresidente, se empeñó en que la complicada cartera de Trabajo, uno de los huesos de todo gobierno cuyo país tiene una alta tasa de paro, fuese para la inquieta, bullidora e hiperactiva Yolanda Díaz, que de eso sabía bastante. Quizá no fue una carambola, pero desde luego sí una sorpresa. Algunos periodistas tuvieron que buscar en la Wikipedia quién era aquella gallega a la que quizá no habían visto porque pasaba demasiado deprisa.
Nadie puede negar que hizo de todo menos estarse quieta. Participó en la negociación que logró poner el salario mínimo en 950 euros
Nadie puede negar que hizo de todo menos estarse quieta. Participó en la negociación que logró poner el salario mínimo en 950 euros. Eliminó el despido laboral por baja médica. Se empeñó en mejorar las condiciones laborales de los trabajadores agrarios, y envió inspectores para ver qué pasaba con eso. Se empeñó en prohibir los despidos durante la pandemia. Se puso al frente de la tramitación de los ERTE. Seguía durmiendo poco. Unas cosas le salieron bien, otras no. Pero ella no dejaba de trajinar.
Y en esto, el aleteo de una mariposa de color naranja en Murcia (un asunto técnicamente local, una reyerta política entre viejos rivales) provocó, sin que nadie acertase a explicárselo, la voladura del gobierno de la Comunidad de Madrid, la convocatoria de elecciones anticipadas en esa tierra y, para colmo, la espantá de Pablo Iglesias, que dejó la vicepresidencia del gobierno para salvar a la patria o, por lo menos, a los madrileños. ¿Y a quién “designó” el fugado para reemplazarle en ese puesto y quizá, en un futuro que se aventura no demasiado lejano, para ser candidata a la presidencia del Gobierno? Pues a Yolanda Díaz.
Y dice esta mujer que su vida es aburrida.
El tejedor republicano
El pájaro tejedor republicano (philetairus socius) es un ave paseriforme; es decir, emparentada con los gorriones. Vive en el África austral. Lleva una vida austera. Come insectos, tampoco tantos. Bebe poco, como es comprensible en el desierto del Kalahari. Y duerme menos aún.
Es un animalito que merece más que de sobra el título no ya de nervioso o inquieto, sino de hiperactivo. Al contrario que los demás gorriones, que construyen sus nidos donde pueden, con cuatro pajuelas y quizá dos trapos, pero siempre de uno en uno, el tejedor republicano es un pájaro acostumbrado a trabajar en equipo, a pesar de su carácter algo intemperante. No debe su nombre a sus recelos por la causa monárquica (bastante poco exitosa en Sudáfrica, por cierto), sino precisamente a eso: a su hábito de colaborar con los vecinos y construir juntos una res publica de nidos que diríanse imitación de los bloques de pisos de nuestras ciudades dormitorio o, mejor aún, de las “colmenas” de apartamentos que proliferan, por ejemplo, en las islas Canarias. Son nidos muy cuidadosamente entretejidos, por lo común colgantes, que empiezan con un alojamiento para una pareja hasta que llega otra, y otra, y otra más, y el espacio construido va aumentando.
El tejedor republicano, nervioso, laborioso, infatigable, negociador tenaz, levanta condominios que llegan a albergar a cientos de individuos, que miden varios metros y que pesan una barbaridad; a veces, más de una tonelada. Allí viven todos, o eso pretenden, en amor y compañía, sin clases sociales y agrupados todos en esa lucha final que es la supervivencia.
Hasta que pasa lo que tiene que pasar. Un día, el monumental nido crece demasiado, vence al árbol que lo sustenta y se cae al suelo, deshecho. O aparece un rayo que incendia la hierba seca, o un gracioso que pasa por allí, o unas elecciones, lo que sea, y el nido entero arde en menos de dos minutos. ¿Qué hace entonces el tejedor? Pues lo que sabe hacer: no pierde un segundo y se pone a levantar otro, palito a palito, pensando que de los fracasos se aprende pero del trabajo se aprende todavía más.
Y hay ornitólogos que todavía dicen que la vida del tejedor es monótona y sinsorga. ¿Qué querrán, que le dé un infarto?