Cuando no tienes ataduras ni obligaciones, puedes permitirte el lujo de estirar, sin límite, los primeros minutos de un sábado bajo las sábanas. En eso estaba hace justo una semana cuando una canción se coló, sin previo aviso, en mi habitación despertando mi curiosidad. No es habitual que suene en San Sebastián, de buena mañana y en directo, un coro rociero. Así que, abandoné el letargo, me acerqué hasta mi pequeño balcón, abrí la puerta y me contagié de la alegría de aquellas voces con acento andaluz que venían de abajo, del suelo firme. Ocho mujeres, junto a dos hombres con guitarra y caja, coloreando con sus vestidos de motas y sus palmadas, el sombrío patio trasero del Centro Sociosanitario que hay frente a mi casa. De público, escuchando atentos aquella banda sonora inesperada, una veintena de ancianos en sus sillas de ruedas.
Un espejismo en las horas vacías
Me quedé observándoles durante los cerca de cincuenta minutos que duró el concierto. Quizá más, no lo sé, perdí la cuenta cuando mi reloj se detuvo conmovido por varias imágenes. La de un hombre que, a duras penas, seguía la melodía dibujando con sus dedos el movimiento de unas sevillanas que, imagino, habría bailado en otro tiempo. La de otra mujer, también, con la cabeza escondida bajo una gruesa manta granate de la que apenas sobresalía una mano con la que golpeaba su rodilla, como en pequeños espasmos, tratando de acompañar el ritmo. Y hubo, además, otra escena que me provocó un temblor de pies a cabeza: la de una enfermera, con una mochila cargada de ternura, sacando a la pista a uno de los presentes y devolviéndole por un instante la movilidad perdida y, sobre todo, la ilusión. Eso es la vida, pensé. Una sorpresa. Un giro de guion. Un espejismo con el que rellenar un día que, a esa edad - ya se sabe - tiene demasiadas horas vacías.
Sumergida en ese baile recordé el papel de los sanitarios, tan olvidado desde el último aplauso. Han pasado exactamente dos años y un mes desde que lo dimos. Fue un 17 de mayo del 2020. El más largo. El más sonoro. Surgió ese homenaje a través de las redes sociales -como tantas otras cosas en aquella época de pandemia- y decía la convocatoria que el objetivo era dar un final digno a lo que había sido un símbolo, casi un ritual durante el encierro. Así que, aplaudimos aquel domingo a las ocho de la tarde. Lo recuerdo hoy viendo en internet algunos vídeos a los que me asomo como quien husmea en un pasado que parece demasiado lejano y no lo es. Salimos a nuestras ventanas, terrazas… cualquier lugar que nos conectara con el mundo, valía. Se juntaron nuestras palmas, una vez más, la última, en señal de agradecimiento a unos profesionales que gastaron las suyas a base de usar guantes y guantes, cuando los hubo, tratando de esquivar un virus que mataba, entonces, con la precisión de un disparo de bala.
Agresiones disparadas
Qué rápido borramos, sin embargo, aquella ovación final y todas las que la precedieron. Y no lo digo porque sí. Leo, estos días, con estupor varios titulares que apuntan a un incremento de la violencia en el ámbito sanitario por parte de familiares y enfermos. Según datos del Consejo General de Médicos, en 2021 (segundo año de pandemia) las agresiones se dispararon hasta un 39%. La gran mayoría, el 87%, insultos y amenazas, pero también golpes. Un problema que afecta especialmente a los enfermeros y enfermeras de nuestro país, por su relación más estrecha con pacientes y acompañantes. Ocho de cada diez ha sufrido algún tipo de agresión en el trabajo a lo largo de su carrera. Ocho de cada diez.
Elevamos, entonces, a los sanitarios a la categoría de superhéroes y cuántas veces se encargaron ellos de remarcar que no lo eran; que, tras aquellos trajes parecidos a los de un astronauta, lo que había eran seres humanos que volvían a casa exhaustos de tanto batallar en primera línea contra un enemigo feroz. Esos mismos profesionales se manifiestan hoy, sábado, en Madrid para alzar su voz y pedir más medios con los que mejorar la atención y, al mismo tiempo, sus condiciones.
No fue hace tanto ni está tan lejos el último aplauso para ellos. Hoy lo retomo, en mi pequeño balcón. Por esa enfermera y compañera de baile. Por todos aquellos profesionales de bata blanca que han danzado al son del silencio que deja la muerte cuando acecha sin piedad en los hospitales.